Capítulo 1—¿Aquí…? Si después te arrepientes, no vengas a reclamarme.La voz del hombre retumbó, profunda y oscura, con una mirada difícil de descifrar.Ella, atontada por el alcohol, se atrevió a besarle el cuello. Con ambas manos lo rodeó por la nuca, sus dedos jugueteando con el nudo de su corbata.—Sí, aquí mismo… Te quiero ahora....Marina Rojas despertó esa tarde de un sueño inquietante: había soñado con su esposo de matrimonio relámpago, y revivió esa noche en que se atrevió a hacer lo más loco de su vida. Avergonzada, se dio unas palmaditas en las mejillas, que ardían de solo pensarlo. Pronto recordó que tenía algo pendiente por hacer.La lámpara de la casa se había descompuesto y justo ese día llegó la nueva, hecha a medida.[¡Contraseña incorrecta, desbloqueo fallido!][Reconocimiento facial exitoso.][¡Bip!]Parada en la sala y subida sobre una escalera, Marina volteó sorprendida hacia la puerta. Nueve meses habían pasado desde la última vez que vio al hombre con quien se había casado de manera impulsiva. Ambos se quedaron helados, sin saber cómo reaccionar.Quién sabe si fue por pura casualidad o algo más, pero hacía apenas unos minutos, ella lo había visto en sueños…Al poco tiempo de casarse, el hombre se había ido a trabajar a Inglaterra. Desde entonces, no se habían vuelto a ver.La puerta se abrió y, al entrar, él traía puesta una camisa negra y pantalones de vestir igualmente negros, de tela costosa y elegante.La calidad del tejido destacaba a simple vista.Espalda ancha, cintura bien definida, piernas largas.Sobre el brazo llevaba un saco gris a medida, y la camisa de cuello ancho dejaba ver la corbata aflojada.Un reloj de acero ceñía su muñeca pálida, las venas azuladas cruzándole la mano, transmitiendo una sensación de fortaleza. Al levantar el brazo, el brillo azul del reloj relucía, dándole un aire reservado y formal.El tipo tenía rasgos marcados, y su presencia imponía. Llevaba lentes de armazón dorado, y el reflejo azul de los cristales ocultaba sus ojos, volviéndolo aún más indescifrable, con una expresión tan distante como cortante.Por un instante se quedó quieto, entrecerrando los ojos oscuros y serios.Observó su casa. La última vez que estuvo ahí, el lugar era completamente distinto.Antes, todo estaba decorado en tonos grises y negros, tan impersonal como un hotel. Ahora, cortinas azul claro, una pintura de estrellas y galaxias en la pared principal, saturada de color y vida.Sobre el mueble de la entrada, un adorno rosa en forma de moño gigante. La alfombra era beige, salpicada de figuras de animales, suave al pisar. El aire olía dulce, con un aroma limpio y reconfortante.Todo se sentía lleno de calidez.En ese instante, una perra blanca enorme lo miraba fijamente, alerta, con la cola peluda colgando.Marina también se quedó paralizada.Su mente se quedó en blanco.Movió los labios, apenas pudo murmurar:—Señor Castro…Patricio Castro se acercó y, solo entonces, su cerebro pareció arrancar de nuevo. Su voz, suave y algo temblorosa, salió sin querer:—Usted… ya regresó.En el ambiente flotaba ese aroma amaderado, desconocido y elegante que él traía encima. Al sentirlo tan cerca, Marina volvió a quedarse en shock.Patricio entró a la sala, fijando la mirada en la figura delicada de la mujer subida en la escalera.Ella estaba casi a su altura, cambiando el foco de una lámpara de cristal, con los dedos sujetando el bombillo. Sus labios, teñidos de rosa, se movieron sorprendidos, los ojos enormes brillando de asombro.La mirada de Patricio bajó lentamente, profundo y serio, como si nada le afectara, pero sin apartar los ojos de Marina.Era abril, el atardecer teñía el enorme ventanal con un naranja suave, iluminando la sala de más de cien metros cuadrados y envolviendo a la mujer en una luz cálida y dorada.Las cortinas de tela ligera tamizaban ese resplandor.Marina vestía una bata de encaje blanco, de tirantes, con escote en V que dejaba ver su cuello y parte del pecho.A simple vista se notaba que no llevaba nada debajo. La tela apenas cubría sus caderas, la falda de encaje blanco subía con cada movimiento de sus brazos, y al estirarse, dejaba al descubierto la cintura blanca, delgada y perfecta.Parada en la escalera de cuatro peldaños, Patricio tenía que levantar la mirada para verla. Desde ahí, él lo veía todo.La observó durante varios segundos. Tragó saliva, la mirada se deslizó por sus piernas largas hasta apartar la vista.Ya con la vergüenza al tope, Marina se jaló la falda de la bata, sin mucho éxito. El rubor le cubría toda la cara mientras balbuceaba:—No pensé que ya hubiera regresado. El foco se fundió… estaba cambiándolo.Sentía que quería que la tierra se la tragara.Desde que Solsepia entró en primavera, la temperatura subió bastante. Como siempre estaba sola en casa, así era como se vestía normalmente.Durante nueve meses, Marina había vivido sola y a sus anchas en ese enorme departamento. ¿Quién podría haber imaginado que él regresaría de la nada, sin avisar ni decir palabra?El ambiente se tornó incómodo. A fin de cuentas, no conocía muy bien a ese hombre.Excepto por aquella noche.Habían pasado nueve meses sin verse y apenas habían cruzado palabras.En ese momento, Marina quería bajar de la escalera, pero al sentir cómo se movía, le entró el miedo.—Señor Castro, ¿podría ayudarme a sostener la escalera, por favor?—Baje usted, yo me encargo de cambiar la lámpara.Las dos voces se superpusieron casi al mismo tiempo.Patricio desabrochó los puños de su camisa negra y se remangó, dejando al descubierto un antebrazo firme y de piel clara. Con una mano sostuvo la escalera y con la otra, sin llegar a tocarla directamente, apoyó la palma cerca de la cintura de Marina, en un gesto tan distante como cortés.Marina, atrapada por sorpresa, percibió el aroma a madera y tabaco que flotaba en el aire, mezclado con el perfume de ese hombre. La combinación de olores y la cercanía la marearon; sentía las piernas tan blandas que apenas podía sostenerse. Con una mano se aferró al borde de su vestido de encaje, bajando con las mejillas encendidas.En ese preciso instante, Coco ladró con fuerza.—¡Guau! —retumbó en la sala.El Samoyedo blanco, redondo como una bola de nieve, se puso en posición alerta, mirando a Patricio con desconfianza.Ese sonido hizo que Marina diera un brinco. Ya de por sí estaba nerviosa y temblorosa, y ahora, con el susto, resbaló un pie en la escalera.—¡Ahhh!La sensación de caer solo duró un segundo.Patricio la sujetó de la cintura, fuerte y seguro, aunque el contacto era apenas a través de la fina tela de la bata de dormir.Era verano, y la palma de Patricio, seca y cálida, transmitía una sensación intensa.Marina, pálida por el susto, tardó un instante en reaccionar. Cuando volvió en sí, notó que ya estaba sentada en el sofá. Se apresuró a agradecer, solo para darse cuenta de que todavía tenía los brazos alrededor del cuello de Patricio.Estaban muy cerca.Tan cerca que Marina sentía el aliento de él rozando sus labios. Debía haber fumado hace poco, pues el olor a cigarro seguía presente, aunque no era fuerte, ya que ese perfume a madera lo suavizaba.A través de sus lentes, Marina alcanzaba a ver la expresión en sus ojos.No había calidez ahí, más bien se sentía como si mirara un vaso de agua con hielo.Distante, apartado del resto del mundo.Marina soltó su abrazo con nerviosismo.Patricio asintió con la cabeza, se preparó para subir a la escalera y cambiar la lámpara. Justo en ese momento, Coco, que seguía atento a cada movimiento, corrió hacia él de repente y saltó.Patricio reaccionó con rapidez. Sus ojos se entrecerraron, alzando el brazo a tiempo. El Samoyedo le mordió el antebrazo.—¡Guau!—¡Coco! —Marina gritó, espantada.—¿Está bien? —Se acercó enseguida, mirando la herida. No era profunda, pero la piel se había abierto y sangraba un poco.Sintió un escalofrío. Recordó el poder de la familia Castro. Dentro de tres meses, ambos firmarían el divorcio. Ahora que él había regresado al país, seguro venía a arreglar ese asunto.Ella solo tenía que tomar el cheque y marcharse feliz.Además, Patricio era alguien importante, nada menos que el heredero del Grupo Castro.Pero justo cuando todo parecía estar bajo control, se desató una escena digna de telenovela: su perro mordió al esposo con el que se había casado de manera exprés.—Señor Castro, Coco tiene todas sus vacunas al día, de verdad, no le va a pasar nada. Mejor vamos al hospital para que le pongan una vacuna, ¿le parece?Patricio se quedó mirando a Marina.Ella llevaba el cabello largo, oscuro y rizado, amarrado de manera descuidada. Algunos mechones caían sueltos sobre el cuello. Mientras se disculpaba, protegía al Samoyedo travieso que estaba detrás de ella.Temía que él se molestara y quisiera echar al perro.Durante esos nueve meses, Patricio nunca olvidó su nombre: Marina.Ahora, Marina se sentía culpable. Aunque legalmente era su esposa, apenas habían convivido. Desde aquella boda improvisada, llevaban nueve meses sin verse. No había relación de pareja, no eran un matrimonio común.En el círculo social de ambos, decían que Patricio era distante y de carácter fuerte.Si no hubiera sido por esa noche absurda, sus caminos jamás se habrían cruzado.Coco probablemente era el primer perro que se atrevía a morderlo.Quizá ese era el mayor logro de la vida de Coco.¿Y si Patricio decidía deshacerse del perro?¿Qué iba a hacer?Marina miró a Patricio, quien mantenía una expresión tan serena que era imposible saber si estaba molesto o no.Dudó un instante, luego abrazó el cuello de Coco y, con el corazón en la mano, jugó su última carta:—¡Coco, rápido, pídele perdón a tu papá!Patricio se quedó viendo al nuevo “hijo” que le había salido de la nada, un cachorro que lo miraba con ese aire de no haber roto ni un plato.Sacó una servilleta de la mesa y la presionó contra la herida de su brazo, sintiendo el escozor punzante que le recorría la piel.—¿Y desde cuándo tengo un hijo? Ya hasta tienes uno y ni siquiera me enteré —murmuró, sin quitarle la mirada a Marina.No era común que él platicara con Marina por WhatsApp. De hecho, casi nunca lo hacía.Marina, vestida con una bata de dormir ligera, se veía incómoda para agacharse, así que terminó arrodillándose en la alfombra, abrazando a Coco y sujetando su cuello con delicadeza.Patricio se quedó observando sus brazos, tan pálidos como el pelaje del samoyedo, tan traslúcidos que podía distinguir las venas violáceas bajo la piel. Se quedó pasmado. ¿Cómo podía haber una chica tan blanca?El cachorro todavía parecía desafiante, mirándolo de frente con ese aire insolente.La voz de Marina era suave, y aunque notó su tono burlón, solo pudo seguirle la corriente.—Pues... fue el primer mes después de que te fuiste a Inglaterra. Me gasté ocho mil pesos en la tienda de mascotas para tenerlo —admitió, levantando la cabeza para mirarlo.La mirada de Marina se deslizó hacia el brazo de Patricio. La servilleta estaba completamente empapada en sangre y, al deslizarse entre sus dedos largos y pálidos, el contraste resultaba inquietante. Algunas gotas cayeron sobre la alfombra, marcando un rastro escarlata.Alarmada, Marina jaló a Coco y lo llevó rápidamente a la recámara de invitados.—Señor Castro, voy a cambiarme, lo acompaño al hospital a que le pongan la vacuna —dijo antes de desaparecer en el pasillo.Patricio la observó correr hacia el dormitorio y volvió a mirar su herida. Mantuvo el gesto sereno mientras sacaba dos servilletas más y las presionaba fuerte contra el brazo.Miró a su alrededor, reconociendo el ambiente cálido y acogedor de la casa, aunque todavía le resultaba un poco ajena. Decidió buscar el botiquín de primeros auxilios para desinfectarse un poco la herida.Abrió el cajón de la mesa de centro.Estaba hecho un desastre: un revoltijo de cosas del día a día. Pero lo que de verdad llamó su atención fue un pequeño objeto de color rosa.Lo tomó y lo examinó en la palma de su mano.Patricio era hombre, y no necesitaba explicación para saber qué era ese pequeño juguete.Bajó la mirada, y sus ojos se oscurecieron apenas, las pestañas negras proyectando una sombra sobre su expresión. Sus dedos largos y firmes sujetaron el juguete con decisión.Por un segundo, Patricio se quedó boquiabierto ante el juguete privado de su esposa. Siempre pensó que Marina era una mujer tranquila y un tanto inocente.Le llevaba siete años de diferencia.Cuando se casaron, ella apenas tenía veinticuatro.Aunque su matrimonio fue un accidente y ambos eran prácticamente desconocidos, ya no había vuelta atrás.La última vez que salió del país fue por motivos de trabajo, no precisamente por gusto. Esta vez, su regreso prometía ser más prolongado. Incluso su mamá le había llamado para recordarle que cuidara bien de Marina.Desde que llegó a esa casa, siempre supo que era el espacio de Marina.En cuestión de segundos, Patricio volvió a su estado habitual, sin dejarse llevar por el asombro.Marina salió del dormitorio justo a tiempo para presenciar la escena que le provocaría la mayor vergüenza de su vida. Sintió cómo la sangre le subía a la cara, como si fuera a explotar del bochorno.Ni en sus veinticuatro años había pasado tanta pena.Se quedó clavada en el piso, como si fuera estatua.Jamás pensó que Patricio aparecería de improviso. De hecho, ya casi lo había borrado de su memoria; nueve meses se habían pasado volando.Vivir sola en esa casa enorme era una delicia.—Por favor, Diosito, ¡dame un poquito de dignidad! —pensó.Estaba convencida de que podría mantener la compostura hasta que se divorciaran...Pero el ambiente se volvió tan tenso que podía cortarse con un cuchillo.Las piernas le temblaban de los nervios; deseaba que la tierra se la tragara.Patricio, sin perder el aplomo, cerró el cajón y lo devolvió todo a su sitio, como si nada hubiera pasado. Marina sintió que recuperaba un poco de dignidad y soltó un suspiro. Tosió, y luego otra vez, como si se hubiera atorado con su propia saliva.—Yo... yo... tú... —balbuceó, sin hallar palabras.¿Cómo se supone que iba a explicar eso?En el fondo, no había nada que explicar. Era una mujer normal, punto. Solo que la situación era incómoda porque apenas y conocía a Patricio.Patricio notó perfectamente su incomodidad, pero no dijo nada. Marina ya se había cambiado de ropa: ahora llevaba una gabardina blanca sobre un vestido largo de seda azul claro, tan puro y transparente como el cielo después de la lluvia.El escote recto dejaba ver su cuello delicado, y el cabello largo y oscuro caía en ondas suaves sobre su espalda delgada. Su piel, todavía teñida de sonrojo por la vergüenza, parecía más suave y atractiva que nunca.Patricio se acercó y recogió el saco del sofá.—Señorita Rojas, vamos al hospital.No mencionó en absoluto el tema del juguete, y Marina sintió que volvía a respirar....Entraron al elevador, cuyo espacio era reducido.Capítulo 2—¿Aquí…? Si después te arrepientes, no vengas a reclamarme.La voz del hombre retumbó, profunda y oscura, con una mirada difícil de descifrar.Ella, atontada por el alcohol, se atrevió a besarle el cuello. Con ambas manos lo rodeó por la nuca, sus dedos jugueteando con el nudo de su corbata.—Sí, aquí mismo… Te quiero ahora....Marina Rojas despertó esa tarde de un sueño inquietante: había soñado con su esposo de matrimonio relámpago, y revivió esa noche en que se atrevió a hacer lo más loco de su vida. Avergonzada, se dio unas palmaditas en las mejillas, que ardían de solo pensarlo. Pronto recordó que tenía algo pendiente por hacer.La lámpara de la casa se había descompuesto y justo ese día llegó la nueva, hecha a medida.[¡Contraseña incorrecta, desbloqueo fallido!][Reconocimiento facial exitoso.][¡Bip!]Parada en la sala y subida sobre una escalera, Marina volteó sorprendida hacia la puerta. Nueve meses habían pasado desde la última vez que vio al hombre con quien se había casado de manera impulsiva. Ambos se quedaron helados, sin saber cómo reaccionar.Quién sabe si fue por pura casualidad o algo más, pero hacía apenas unos minutos, ella lo había visto en sueños…Al poco tiempo de casarse, el hombre se había ido a trabajar a Inglaterra. Desde entonces, no se habían vuelto a ver.La puerta se abrió y, al entrar, él traía puesta una camisa negra y pantalones de vestir igualmente negros, de tela costosa y elegante.La calidad del tejido destacaba a simple vista.Espalda ancha, cintura bien definida, piernas largas.Sobre el brazo llevaba un saco gris a medida, y la camisa de cuello ancho dejaba ver la corbata aflojada.Un reloj de acero ceñía su muñeca pálida, las venas azuladas cruzándole la mano, transmitiendo una sensación de fortaleza. Al levantar el brazo, el brillo azul del reloj relucía, dándole un aire reservado y formal.El tipo tenía rasgos marcados, y su presencia imponía. Llevaba lentes de armazón dorado, y el reflejo azul de los cristales ocultaba sus ojos, volviéndolo aún más indescifrable, con una expresión tan distante como cortante.Por un instante se quedó quieto, entrecerrando los ojos oscuros y serios.Observó su casa. La última vez que estuvo ahí, el lugar era completamente distinto.Antes, todo estaba decorado en tonos grises y negros, tan impersonal como un hotel. Ahora, cortinas azul claro, una pintura de estrellas y galaxias en la pared principal, saturada de color y vida.Sobre el mueble de la entrada, un adorno rosa en forma de moño gigante. La alfombra era beige, salpicada de figuras de animales, suave al pisar. El aire olía dulce, con un aroma limpio y reconfortante.Todo se sentía lleno de calidez.En ese instante, una perra blanca enorme lo miraba fijamente, alerta, con la cola peluda colgando.Marina también se quedó paralizada.Su mente se quedó en blanco.Movió los labios, apenas pudo murmurar:—Señor Castro…Patricio Castro se acercó y, solo entonces, su cerebro pareció arrancar de nuevo. Su voz, suave y algo temblorosa, salió sin querer:—Usted… ya regresó.En el ambiente flotaba ese aroma amaderado, desconocido y elegante que él traía encima. Al sentirlo tan cerca, Marina volvió a quedarse en shock.Patricio entró a la sala, fijando la mirada en la figura delicada de la mujer subida en la escalera.Ella estaba casi a su altura, cambiando el foco de una lámpara de cristal, con los dedos sujetando el bombillo. Sus labios, teñidos de rosa, se movieron sorprendidos, los ojos enormes brillando de asombro.La mirada de Patricio bajó lentamente, profundo y serio, como si nada le afectara, pero sin apartar los ojos de Marina.Era abril, el atardecer teñía el enorme ventanal con un naranja suave, iluminando la sala de más de cien metros cuadrados y envolviendo a la mujer en una luz cálida y dorada.Las cortinas de tela ligera tamizaban ese resplandor.Marina vestía una bata de encaje blanco, de tirantes, con escote en V que dejaba ver su cuello y parte del pecho.A simple vista se notaba que no llevaba nada debajo. La tela apenas cubría sus caderas, la falda de encaje blanco subía con cada movimiento de sus brazos, y al estirarse, dejaba al descubierto la cintura blanca, delgada y perfecta.Parada en la escalera de cuatro peldaños, Patricio tenía que levantar la mirada para verla. Desde ahí, él lo veía todo.La observó durante varios segundos. Tragó saliva, la mirada se deslizó por sus piernas largas hasta apartar la vista.Ya con la vergüenza al tope, Marina se jaló la falda de la bata, sin mucho éxito. El rubor le cubría toda la cara mientras balbuceaba:—No pensé que ya hubiera regresado. El foco se fundió… estaba cambiándolo.Sentía que quería que la tierra se la tragara.Desde que Solsepia entró en primavera, la temperatura subió bastante. Como siempre estaba sola en casa, así era como se vestía normalmente.Durante nueve meses, Marina había vivido sola y a sus anchas en ese enorme departamento. ¿Quién podría haber imaginado que él regresaría de la nada, sin avisar ni decir palabra?El ambiente se tornó incómodo. A fin de cuentas, no conocía muy bien a ese hombre.Excepto por aquella noche.Habían pasado nueve meses sin verse y apenas habían cruzado palabras.En ese momento, Marina quería bajar de la escalera, pero al sentir cómo se movía, le entró el miedo.—Señor Castro, ¿podría ayudarme a sostener la escalera, por favor?—Baje usted, yo me encargo de cambiar la lámpara.Las dos voces se superpusieron casi al mismo tiempo.Patricio desabrochó los puños de su camisa negra y se remangó, dejando al descubierto un antebrazo firme y de piel clara. Con una mano sostuvo la escalera y con la otra, sin llegar a tocarla directamente, apoyó la palma cerca de la cintura de Marina, en un gesto tan distante como cortés.Marina, atrapada por sorpresa, percibió el aroma a madera y tabaco que flotaba en el aire, mezclado con el perfume de ese hombre. La combinación de olores y la cercanía la marearon; sentía las piernas tan blandas que apenas podía sostenerse. Con una mano se aferró al borde de su vestido de encaje, bajando con las mejillas encendidas.En ese preciso instante, Coco ladró con fuerza.—¡Guau! —retumbó en la sala.El Samoyedo blanco, redondo como una bola de nieve, se puso en posición alerta, mirando a Patricio con desconfianza.Ese sonido hizo que Marina diera un brinco. Ya de por sí estaba nerviosa y temblorosa, y ahora, con el susto, resbaló un pie en la escalera.—¡Ahhh!La sensación de caer solo duró un segundo.Patricio la sujetó de la cintura, fuerte y seguro, aunque el contacto era apenas a través de la fina tela de la bata de dormir.Era verano, y la palma de Patricio, seca y cálida, transmitía una sensación intensa.Marina, pálida por el susto, tardó un instante en reaccionar. Cuando volvió en sí, notó que ya estaba sentada en el sofá. Se apresuró a agradecer, solo para darse cuenta de que todavía tenía los brazos alrededor del cuello de Patricio.Estaban muy cerca.Tan cerca que Marina sentía el aliento de él rozando sus labios. Debía haber fumado hace poco, pues el olor a cigarro seguía presente, aunque no era fuerte, ya que ese perfume a madera lo suavizaba.A través de sus lentes, Marina alcanzaba a ver la expresión en sus ojos.No había calidez ahí, más bien se sentía como si mirara un vaso de agua con hielo.Distante, apartado del resto del mundo.Marina soltó su abrazo con nerviosismo.Patricio asintió con la cabeza, se preparó para subir a la escalera y cambiar la lámpara. Justo en ese momento, Coco, que seguía atento a cada movimiento, corrió hacia él de repente y saltó.Patricio reaccionó con rapidez. Sus ojos se entrecerraron, alzando el brazo a tiempo. El Samoyedo le mordió el antebrazo.—¡Guau!—¡Coco! —Marina gritó, espantada.—¿Está bien? —Se acercó enseguida, mirando la herida. No era profunda, pero la piel se había abierto y sangraba un poco.Sintió un escalofrío. Recordó el poder de la familia Castro. Dentro de tres meses, ambos firmarían el divorcio. Ahora que él había regresado al país, seguro venía a arreglar ese asunto.Ella solo tenía que tomar el cheque y marcharse feliz.Además, Patricio era alguien importante, nada menos que el heredero del Grupo Castro.Pero justo cuando todo parecía estar bajo control, se desató una escena digna de telenovela: su perro mordió al esposo con el que se había casado de manera exprés.—Señor Castro, Coco tiene todas sus vacunas al día, de verdad, no le va a pasar nada. Mejor vamos al hospital para que le pongan una vacuna, ¿le parece?Patricio se quedó mirando a Marina.Ella llevaba el cabello largo, oscuro y rizado, amarrado de manera descuidada. Algunos mechones caían sueltos sobre el cuello. Mientras se disculpaba, protegía al Samoyedo travieso que estaba detrás de ella.Temía que él se molestara y quisiera echar al perro.Durante esos nueve meses, Patricio nunca olvidó su nombre: Marina.Ahora, Marina se sentía culpable. Aunque legalmente era su esposa, apenas habían convivido. Desde aquella boda improvisada, llevaban nueve meses sin verse. No había relación de pareja, no eran un matrimonio común.En el círculo social de ambos, decían que Patricio era distante y de carácter fuerte.Si no hubiera sido por esa noche absurda, sus caminos jamás se habrían cruzado.Coco probablemente era el primer perro que se atrevía a morderlo.Quizá ese era el mayor logro de la vida de Coco.¿Y si Patricio decidía deshacerse del perro?¿Qué iba a hacer?Marina miró a Patricio, quien mantenía una expresión tan serena que era imposible saber si estaba molesto o no.Dudó un instante, luego abrazó el cuello de Coco y, con el corazón en la mano, jugó su última carta:—¡Coco, rápido, pídele perdón a tu papá!Patricio se quedó viendo al nuevo “hijo” que le había salido de la nada, un cachorro que lo miraba con ese aire de no haber roto ni un plato.Sacó una servilleta de la mesa y la presionó contra la herida de su brazo, sintiendo el escozor punzante que le recorría la piel.—¿Y desde cuándo tengo un hijo? Ya hasta tienes uno y ni siquiera me enteré —murmuró, sin quitarle la mirada a Marina.No era común que él platicara con Marina por WhatsApp. De hecho, casi nunca lo hacía.Marina, vestida con una bata de dormir ligera, se veía incómoda para agacharse, así que terminó arrodillándose en la alfombra, abrazando a Coco y sujetando su cuello con delicadeza.Patricio se quedó observando sus brazos, tan pálidos como el pelaje del samoyedo, tan traslúcidos que podía distinguir las venas violáceas bajo la piel. Se quedó pasmado. ¿Cómo podía haber una chica tan blanca?El cachorro todavía parecía desafiante, mirándolo de frente con ese aire insolente.La voz de Marina era suave, y aunque notó su tono burlón, solo pudo seguirle la corriente.—Pues... fue el primer mes después de que te fuiste a Inglaterra. Me gasté ocho mil pesos en la tienda de mascotas para tenerlo —admitió, levantando la cabeza para mirarlo.La mirada de Marina se deslizó hacia el brazo de Patricio. La servilleta estaba completamente empapada en sangre y, al deslizarse entre sus dedos largos y pálidos, el contraste resultaba inquietante. Algunas gotas cayeron sobre la alfombra, marcando un rastro escarlata.Alarmada, Marina jaló a Coco y lo llevó rápidamente a la recámara de invitados.—Señor Castro, voy a cambiarme, lo acompaño al hospital a que le pongan la vacuna —dijo antes de desaparecer en el pasillo.Patricio la observó correr hacia el dormitorio y volvió a mirar su herida. Mantuvo el gesto sereno mientras sacaba dos servilletas más y las presionaba fuerte contra el brazo.Miró a su alrededor, reconociendo el ambiente cálido y acogedor de la casa, aunque todavía le resultaba un poco ajena. Decidió buscar el botiquín de primeros auxilios para desinfectarse un poco la herida.Abrió el cajón de la mesa de centro.Estaba hecho un desastre: un revoltijo de cosas del día a día. Pero lo que de verdad llamó su atención fue un pequeño objeto de color rosa.Lo tomó y lo examinó en la palma de su mano.Patricio era hombre, y no necesitaba explicación para saber qué era ese pequeño juguete.Bajó la mirada, y sus ojos se oscurecieron apenas, las pestañas negras proyectando una sombra sobre su expresión. Sus dedos largos y firmes sujetaron el juguete con decisión.Por un segundo, Patricio se quedó boquiabierto ante el juguete privado de su esposa. Siempre pensó que Marina era una mujer tranquila y un tanto inocente.Le llevaba siete años de diferencia.Cuando se casaron, ella apenas tenía veinticuatro.Aunque su matrimonio fue un accidente y ambos eran prácticamente desconocidos, ya no había vuelta atrás.La última vez que salió del país fue por motivos de trabajo, no precisamente por gusto. Esta vez, su regreso prometía ser más prolongado. Incluso su mamá le había llamado para recordarle que cuidara bien de Marina.Desde que llegó a esa casa, siempre supo que era el espacio de Marina.En cuestión de segundos, Patricio volvió a su estado habitual, sin dejarse llevar por el asombro.Marina salió del dormitorio justo a tiempo para presenciar la escena que le provocaría la mayor vergüenza de su vida. Sintió cómo la sangre le subía a la cara, como si fuera a explotar del bochorno.Ni en sus veinticuatro años había pasado tanta pena.Se quedó clavada en el piso, como si fuera estatua.Jamás pensó que Patricio aparecería de improviso. De hecho, ya casi lo había borrado de su memoria; nueve meses se habían pasado volando.Vivir sola en esa casa enorme era una delicia.—Por favor, Diosito, ¡dame un poquito de dignidad! —pensó.Estaba convencida de que podría mantener la compostura hasta que se divorciaran...Pero el ambiente se volvió tan tenso que podía cortarse con un cuchillo.Las piernas le temblaban de los nervios; deseaba que la tierra se la tragara.Patricio, sin perder el aplomo, cerró el cajón y lo devolvió todo a su sitio, como si nada hubiera pasado. Marina sintió que recuperaba un poco de dignidad y soltó un suspiro. Tosió, y luego otra vez, como si se hubiera atorado con su propia saliva.—Yo... yo... tú... —balbuceó, sin hallar palabras.¿Cómo se supone que iba a explicar eso?En el fondo, no había nada que explicar. Era una mujer normal, punto. Solo que la situación era incómoda porque apenas y conocía a Patricio.Patricio notó perfectamente su incomodidad, pero no dijo nada. Marina ya se había cambiado de ropa: ahora llevaba una gabardina blanca sobre un vestido largo de seda azul claro, tan puro y transparente como el cielo después de la lluvia.El escote recto dejaba ver su cuello delicado, y el cabello largo y oscuro caía en ondas suaves sobre su espalda delgada. Su piel, todavía teñida de sonrojo por la vergüenza, parecía más suave y atractiva que nunca.Patricio se acercó y recogió el saco del sofá.—Señorita Rojas, vamos al hospital.No mencionó en absoluto el tema del juguete, y Marina sintió que volvía a respirar....Entraron al elevador, cuyo espacio era reducido.Capítulo 3—¿Aquí…? Si después te arrepientes, no vengas a reclamarme.La voz del hombre retumbó, profunda y oscura, con una mirada difícil de descifrar.Ella, atontada por el alcohol, se atrevió a besarle el cuello. Con ambas manos lo rodeó por la nuca, sus dedos jugueteando con el nudo de su corbata.—Sí, aquí mismo… Te quiero ahora....Marina Rojas despertó esa tarde de un sueño inquietante: había soñado con su esposo de matrimonio relámpago, y revivió esa noche en que se atrevió a hacer lo más loco de su vida. Avergonzada, se dio unas palmaditas en las mejillas, que ardían de solo pensarlo. Pronto recordó que tenía algo pendiente por hacer.La lámpara de la casa se había descompuesto y justo ese día llegó la nueva, hecha a medida.[¡Contraseña incorrecta, desbloqueo fallido!][Reconocimiento facial exitoso.][¡Bip!]Parada en la sala y subida sobre una escalera, Marina volteó sorprendida hacia la puerta. Nueve meses habían pasado desde la última vez que vio al hombre con quien se había casado de manera impulsiva. Ambos se quedaron helados, sin saber cómo reaccionar.Quién sabe si fue por pura casualidad o algo más, pero hacía apenas unos minutos, ella lo había visto en sueños…Al poco tiempo de casarse, el hombre se había ido a trabajar a Inglaterra. Desde entonces, no se habían vuelto a ver.La puerta se abrió y, al entrar, él traía puesta una camisa negra y pantalones de vestir igualmente negros, de tela costosa y elegante.La calidad del tejido destacaba a simple vista.Espalda ancha, cintura bien definida, piernas largas.Sobre el brazo llevaba un saco gris a medida, y la camisa de cuello ancho dejaba ver la corbata aflojada.Un reloj de acero ceñía su muñeca pálida, las venas azuladas cruzándole la mano, transmitiendo una sensación de fortaleza. Al levantar el brazo, el brillo azul del reloj relucía, dándole un aire reservado y formal.El tipo tenía rasgos marcados, y su presencia imponía. Llevaba lentes de armazón dorado, y el reflejo azul de los cristales ocultaba sus ojos, volviéndolo aún más indescifrable, con una expresión tan distante como cortante.Por un instante se quedó quieto, entrecerrando los ojos oscuros y serios.Observó su casa. La última vez que estuvo ahí, el lugar era completamente distinto.Antes, todo estaba decorado en tonos grises y negros, tan impersonal como un hotel. Ahora, cortinas azul claro, una pintura de estrellas y galaxias en la pared principal, saturada de color y vida.Sobre el mueble de la entrada, un adorno rosa en forma de moño gigante. La alfombra era beige, salpicada de figuras de animales, suave al pisar. El aire olía dulce, con un aroma limpio y reconfortante.Todo se sentía lleno de calidez.En ese instante, una perra blanca enorme lo miraba fijamente, alerta, con la cola peluda colgando.Marina también se quedó paralizada.Su mente se quedó en blanco.Movió los labios, apenas pudo murmurar:—Señor Castro…Patricio Castro se acercó y, solo entonces, su cerebro pareció arrancar de nuevo. Su voz, suave y algo temblorosa, salió sin querer:—Usted… ya regresó.En el ambiente flotaba ese aroma amaderado, desconocido y elegante que él traía encima. Al sentirlo tan cerca, Marina volvió a quedarse en shock.Patricio entró a la sala, fijando la mirada en la figura delicada de la mujer subida en la escalera.Ella estaba casi a su altura, cambiando el foco de una lámpara de cristal, con los dedos sujetando el bombillo. Sus labios, teñidos de rosa, se movieron sorprendidos, los ojos enormes brillando de asombro.La mirada de Patricio bajó lentamente, profundo y serio, como si nada le afectara, pero sin apartar los ojos de Marina.Era abril, el atardecer teñía el enorme ventanal con un naranja suave, iluminando la sala de más de cien metros cuadrados y envolviendo a la mujer en una luz cálida y dorada.Las cortinas de tela ligera tamizaban ese resplandor.Marina vestía una bata de encaje blanco, de tirantes, con escote en V que dejaba ver su cuello y parte del pecho.A simple vista se notaba que no llevaba nada debajo. La tela apenas cubría sus caderas, la falda de encaje blanco subía con cada movimiento de sus brazos, y al estirarse, dejaba al descubierto la cintura blanca, delgada y perfecta.Parada en la escalera de cuatro peldaños, Patricio tenía que levantar la mirada para verla. Desde ahí, él lo veía todo.La observó durante varios segundos. Tragó saliva, la mirada se deslizó por sus piernas largas hasta apartar la vista.Ya con la vergüenza al tope, Marina se jaló la falda de la bata, sin mucho éxito. El rubor le cubría toda la cara mientras balbuceaba:—No pensé que ya hubiera regresado. El foco se fundió… estaba cambiándolo.Sentía que quería que la tierra se la tragara.Desde que Solsepia entró en primavera, la temperatura subió bastante. Como siempre estaba sola en casa, así era como se vestía normalmente.Durante nueve meses, Marina había vivido sola y a sus anchas en ese enorme departamento. ¿Quién podría haber imaginado que él regresaría de la nada, sin avisar ni decir palabra?El ambiente se tornó incómodo. A fin de cuentas, no conocía muy bien a ese hombre.Excepto por aquella noche.Habían pasado nueve meses sin verse y apenas habían cruzado palabras.En ese momento, Marina quería bajar de la escalera, pero al sentir cómo se movía, le entró el miedo.—Señor Castro, ¿podría ayudarme a sostener la escalera, por favor?—Baje usted, yo me encargo de cambiar la lámpara.Las dos voces se superpusieron casi al mismo tiempo.Patricio desabrochó los puños de su camisa negra y se remangó, dejando al descubierto un antebrazo firme y de piel clara. Con una mano sostuvo la escalera y con la otra, sin llegar a tocarla directamente, apoyó la palma cerca de la cintura de Marina, en un gesto tan distante como cortés.Marina, atrapada por sorpresa, percibió el aroma a madera y tabaco que flotaba en el aire, mezclado con el perfume de ese hombre. La combinación de olores y la cercanía la marearon; sentía las piernas tan blandas que apenas podía sostenerse. Con una mano se aferró al borde de su vestido de encaje, bajando con las mejillas encendidas.En ese preciso instante, Coco ladró con fuerza.—¡Guau! —retumbó en la sala.El Samoyedo blanco, redondo como una bola de nieve, se puso en posición alerta, mirando a Patricio con desconfianza.Ese sonido hizo que Marina diera un brinco. Ya de por sí estaba nerviosa y temblorosa, y ahora, con el susto, resbaló un pie en la escalera.—¡Ahhh!La sensación de caer solo duró un segundo.Patricio la sujetó de la cintura, fuerte y seguro, aunque el contacto era apenas a través de la fina tela de la bata de dormir.Era verano, y la palma de Patricio, seca y cálida, transmitía una sensación intensa.Marina, pálida por el susto, tardó un instante en reaccionar. Cuando volvió en sí, notó que ya estaba sentada en el sofá. Se apresuró a agradecer, solo para darse cuenta de que todavía tenía los brazos alrededor del cuello de Patricio.Estaban muy cerca.Tan cerca que Marina sentía el aliento de él rozando sus labios. Debía haber fumado hace poco, pues el olor a cigarro seguía presente, aunque no era fuerte, ya que ese perfume a madera lo suavizaba.A través de sus lentes, Marina alcanzaba a ver la expresión en sus ojos.No había calidez ahí, más bien se sentía como si mirara un vaso de agua con hielo.Distante, apartado del resto del mundo.Marina soltó su abrazo con nerviosismo.Patricio asintió con la cabeza, se preparó para subir a la escalera y cambiar la lámpara. Justo en ese momento, Coco, que seguía atento a cada movimiento, corrió hacia él de repente y saltó.Patricio reaccionó con rapidez. Sus ojos se entrecerraron, alzando el brazo a tiempo. El Samoyedo le mordió el antebrazo.—¡Guau!—¡Coco! —Marina gritó, espantada.—¿Está bien? —Se acercó enseguida, mirando la herida. No era profunda, pero la piel se había abierto y sangraba un poco.Sintió un escalofrío. Recordó el poder de la familia Castro. Dentro de tres meses, ambos firmarían el divorcio. Ahora que él había regresado al país, seguro venía a arreglar ese asunto.Ella solo tenía que tomar el cheque y marcharse feliz.Además, Patricio era alguien importante, nada menos que el heredero del Grupo Castro.Pero justo cuando todo parecía estar bajo control, se desató una escena digna de telenovela: su perro mordió al esposo con el que se había casado de manera exprés.—Señor Castro, Coco tiene todas sus vacunas al día, de verdad, no le va a pasar nada. Mejor vamos al hospital para que le pongan una vacuna, ¿le parece?Patricio se quedó mirando a Marina.Ella llevaba el cabello largo, oscuro y rizado, amarrado de manera descuidada. Algunos mechones caían sueltos sobre el cuello. Mientras se disculpaba, protegía al Samoyedo travieso que estaba detrás de ella.Temía que él se molestara y quisiera echar al perro.Durante esos nueve meses, Patricio nunca olvidó su nombre: Marina.Ahora, Marina se sentía culpable. Aunque legalmente era su esposa, apenas habían convivido. Desde aquella boda improvisada, llevaban nueve meses sin verse. No había relación de pareja, no eran un matrimonio común.En el círculo social de ambos, decían que Patricio era distante y de carácter fuerte.Si no hubiera sido por esa noche absurda, sus caminos jamás se habrían cruzado.Coco probablemente era el primer perro que se atrevía a morderlo.Quizá ese era el mayor logro de la vida de Coco.¿Y si Patricio decidía deshacerse del perro?¿Qué iba a hacer?Marina miró a Patricio, quien mantenía una expresión tan serena que era imposible saber si estaba molesto o no.Dudó un instante, luego abrazó el cuello de Coco y, con el corazón en la mano, jugó su última carta:—¡Coco, rápido, pídele perdón a tu papá!Patricio se quedó viendo al nuevo “hijo” que le había salido de la nada, un cachorro que lo miraba con ese aire de no haber roto ni un plato.Sacó una servilleta de la mesa y la presionó contra la herida de su brazo, sintiendo el escozor punzante que le recorría la piel.—¿Y desde cuándo tengo un hijo? Ya hasta tienes uno y ni siquiera me enteré —murmuró, sin quitarle la mirada a Marina.No era común que él platicara con Marina por WhatsApp. De hecho, casi nunca lo hacía.Marina, vestida con una bata de dormir ligera, se veía incómoda para agacharse, así que terminó arrodillándose en la alfombra, abrazando a Coco y sujetando su cuello con delicadeza.Patricio se quedó observando sus brazos, tan pálidos como el pelaje del samoyedo, tan traslúcidos que podía distinguir las venas violáceas bajo la piel. Se quedó pasmado. ¿Cómo podía haber una chica tan blanca?El cachorro todavía parecía desafiante, mirándolo de frente con ese aire insolente.La voz de Marina era suave, y aunque notó su tono burlón, solo pudo seguirle la corriente.—Pues... fue el primer mes después de que te fuiste a Inglaterra. Me gasté ocho mil pesos en la tienda de mascotas para tenerlo —admitió, levantando la cabeza para mirarlo.La mirada de Marina se deslizó hacia el brazo de Patricio. La servilleta estaba completamente empapada en sangre y, al deslizarse entre sus dedos largos y pálidos, el contraste resultaba inquietante. Algunas gotas cayeron sobre la alfombra, marcando un rastro escarlata.Alarmada, Marina jaló a Coco y lo llevó rápidamente a la recámara de invitados.—Señor Castro, voy a cambiarme, lo acompaño al hospital a que le pongan la vacuna —dijo antes de desaparecer en el pasillo.Patricio la observó correr hacia el dormitorio y volvió a mirar su herida. Mantuvo el gesto sereno mientras sacaba dos servilletas más y las presionaba fuerte contra el brazo.Miró a su alrededor, reconociendo el ambiente cálido y acogedor de la casa, aunque todavía le resultaba un poco ajena. Decidió buscar el botiquín de primeros auxilios para desinfectarse un poco la herida.Abrió el cajón de la mesa de centro.Estaba hecho un desastre: un revoltijo de cosas del día a día. Pero lo que de verdad llamó su atención fue un pequeño objeto de color rosa.Lo tomó y lo examinó en la palma de su mano.Patricio era hombre, y no necesitaba explicación para saber qué era ese pequeño juguete.Bajó la mirada, y sus ojos se oscurecieron apenas, las pestañas negras proyectando una sombra sobre su expresión. Sus dedos largos y firmes sujetaron el juguete con decisión.Por un segundo, Patricio se quedó boquiabierto ante el juguete privado de su esposa. Siempre pensó que Marina era una mujer tranquila y un tanto inocente.Le llevaba siete años de diferencia.Cuando se casaron, ella apenas tenía veinticuatro.Aunque su matrimonio fue un accidente y ambos eran prácticamente desconocidos, ya no había vuelta atrás.La última vez que salió del país fue por motivos de trabajo, no precisamente por gusto. Esta vez, su regreso prometía ser más prolongado. Incluso su mamá le había llamado para recordarle que cuidara bien de Marina.Desde que llegó a esa casa, siempre supo que era el espacio de Marina.En cuestión de segundos, Patricio volvió a su estado habitual, sin dejarse llevar por el asombro.Marina salió del dormitorio justo a tiempo para presenciar la escena que le provocaría la mayor vergüenza de su vida. Sintió cómo la sangre le subía a la cara, como si fuera a explotar del bochorno.Ni en sus veinticuatro años había pasado tanta pena.Se quedó clavada en el piso, como si fuera estatua.Jamás pensó que Patricio aparecería de improviso. De hecho, ya casi lo había borrado de su memoria; nueve meses se habían pasado volando.Vivir sola en esa casa enorme era una delicia.—Por favor, Diosito, ¡dame un poquito de dignidad! —pensó.Estaba convencida de que podría mantener la compostura hasta que se divorciaran...Pero el ambiente se volvió tan tenso que podía cortarse con un cuchillo.Las piernas le temblaban de los nervios; deseaba que la tierra se la tragara.Patricio, sin perder el aplomo, cerró el cajón y lo devolvió todo a su sitio, como si nada hubiera pasado. Marina sintió que recuperaba un poco de dignidad y soltó un suspiro. Tosió, y luego otra vez, como si se hubiera atorado con su propia saliva.—Yo... yo... tú... —balbuceó, sin hallar palabras.¿Cómo se supone que iba a explicar eso?En el fondo, no había nada que explicar. Era una mujer normal, punto. Solo que la situación era incómoda porque apenas y conocía a Patricio.Patricio notó perfectamente su incomodidad, pero no dijo nada. Marina ya se había cambiado de ropa: ahora llevaba una gabardina blanca sobre un vestido largo de seda azul claro, tan puro y transparente como el cielo después de la lluvia.El escote recto dejaba ver su cuello delicado, y el cabello largo y oscuro caía en ondas suaves sobre su espalda delgada. Su piel, todavía teñida de sonrojo por la vergüenza, parecía más suave y atractiva que nunca.Patricio se acercó y recogió el saco del sofá.—Señorita Rojas, vamos al hospital.No mencionó en absoluto el tema del juguete, y Marina sintió que volvía a respirar....Entraron al elevador, cuyo espacio era reducido.