Tras tres años de matrimonio, Ruth Valencia por fin quedó embarazada, pero la respuesta de su esposo Diego Carrillo fue un frío 'abórtalo'. Destrozada, sufrió un aborto espontáneo que la dejó estéril y tomó la decisión de divorciarse. Diego creyó que era solo un ardid para llamar su atención, pero pronto comprendió que ella ya no lo amaba. Para su sorpresa, Ruth se convirtió en una influente entrenadora fitness con millones de seguidores, irradiando una luz que jamás había visto en ella. Arrepentido, el arrogante CEO se arrastró de rodillas suplicando reconciliación, solo para recibir una risa glacial: 'Los espejos rotos no se reparan. Lárgate.' Mientras tanto, en las sombras, un misterioso hombre en silla de ruedas había tejido para ella una trampa de seda... En este campo de batalla por el amor perdido, ¿quién al final alzará la victoria?

Capítulo 1Después de tres años de matrimonio, Ruth Valencia por fin estaba embarazada.La alegría la invadió por completo, y no pudo evitar querer compartir la noticia con Diego Carrillo de inmediato.Pensó que Diego se pondría feliz, pero una sola frase suya la destrozó, como si la condenara sin piedad.—Vas a abortar.—¿Por qué? —En ese instante, el color desapareció de su cara, un escalofrío le recorrió la espalda y, aunque apretó los puños con todas sus fuerzas, no pudo evitar que su cuerpo temblara.Sabía que su pregunta era absurda. Diego nunca la había amado. Siempre lo supo. Si no hubiera sido porque el señor Rafael Carrillo se enteró de sus sentimientos por Diego y obligó a su hijo a casarse, Diego jamás la habría tomado como esposa.Él no la amaba, ¿por qué querría tener un hijo con ella?Diego la miró, y en sus ojos no había ni una pizca de compasión, solo un desprecio abierto.—Porque no eres digna.Sí, no era digna. En este mundo, solo Renata Ortiz parecía tener el derecho de tener un hijo de Diego. Aunque esa mujer lo hubiera lastimado, él seguía sin poder olvidar a Ruth...—Te doy tres días. No me obligues a intervenir.Ruth se quedó viendo cómo Diego se marchaba. Sonreía, pero de pronto, entre risas, le brotaron lágrimas....La sala de espera tenía una luz tenue. Ruth estaba sentada en una banca, con las manos aferradas a sus muslos. Su cara lucía más pálida que una hoja de papel.A su lado, había otras mujeres que también esperaban el procedimiento. Todas tenían el mismo semblante apagado, oscilando entre el miedo y la confusión.De repente, la puerta de la sala se abrió y una enfermera llamó a Ruth.Ella entró al consultorio. El médico preparaba los instrumentos. Siguiendo las indicaciones, Ruth se recostó en la camilla, cerró los ojos con fuerza y posó las manos sobre su vientre. Su cuerpo no dejaba de temblar.—Tranquila, esto será rápido —murmuró el doctor.Cuando el médico tomó su mano para buscar la vena y ponerle la inyección, Ruth abrió los ojos de golpe.—No... No quiero abortar. No voy a hacerlo.Ese no solo era el hijo de Diego, también era suyo.Sin pensarlo, salió corriendo del consultorio, tropezando, hasta chocar contra un pecho que no transmitía ni un poco de calidez.Alzó la cabeza y vio a Diego. Sintió que estaba frente a un demonio y le suplicó, aterrada:—Señor Diego, por favor, déjame quedarme con este bebé. Te juro que haré lo que sea, pero déjame tenerlo.Pero Diego ni se inmutó, su mirada seguía igual de dura.—Te lo advertí: no me obligues a hacerlo yo.Uno a uno, apartó sus manos y la empujó sin piedad al abismo.En ese momento, Ruth por fin entendió lo equivocada que había estado. No debió dejar que el señor Rafael supiera que amaba a Diego. No debió enamorarse de él. Perder a su bebé era el castigo más cruel que podía recibir.Diego, te dejo ir......Cuando Ruth despertó, ya estaba en una cama de hospital. Durante el procedimiento perdió tanta sangre que apenas lograron salvarla, pero los médicos le dijeron que nunca volvería a quedar embarazada.Cuando le dieron la noticia, no lloró ni hizo un escándalo. Simplemente aceptó su destino, sin resistencia.Cuando el corazón de una persona se apaga, ya nada importa.Pasó tres días en la cama del hospital y Diego no apareció ni una sola vez.Quizás, aunque hubiera muerto, a él no le importaría.Sin enojo, sin tristeza. Solo un vacío absoluto.Se quitó la aguja del suero, se levantó con dificultad y salió tambaleándose de la habitación....Diego estaba en una reunión cuando recibió la llamada del hospital. Le informaron que Ruth se había ido, pero él solo respondió que estaba enterado y colgó de inmediato.Siempre igual, pensó. Esa mujer nunca se resigna. Seguro cree que con esto va a despertar su compasión.Diego continuó su día, trabajando y atendiendo reuniones como si nada.Más tarde, el mayordomo lo llamó para avisar que la señora ya había regresado a casa.Diego solo se rio para sí. Lo había esperado....Al llegar a casa después del trabajo, Ruth lo recibió en la puerta, como de costumbre. Pero esta vez, su cara reflejaba la enfermedad. Sus ojos, que siempre brillaban al verlo, ahora estaban opacos, llenos de una calma muerta.—Señor Diego, quiero hablar contigo.En el estudio, el humo del cigarro llenaba el aire. El rostro tenso de Diego apenas se distinguía entre la neblina.—¿Y ahora con qué jueguito sales, Ruth? ¿Crees que pidiendo el divorcio voy a caer rendido a tus pies? No me hagas reír.En la mente de Diego, Ruth estaba tan enamorada de él que jamás se atrevería a dejarlo. Lo del divorcio seguro era otra táctica para llamar su atención.Ruth también pensaba que era ridículo. Lo había amado siete años, casada con él tres. Hasta una piedra se calienta si la abrazas tanto tiempo.Pero se equivocó. Diego nunca tuvo corazón. Él mató a su propio hijo y también la mató a ella.Ya estaba cansada. El amor se había agotado por completo.—Señor Diego, ya me cansé. Ya no te amo. Así que vamos a divorciarnos.Por un instante, el corazón de Diego se estremeció, se le fue el aire. Pero enseguida recuperó su fachada.No le creyó. Seguro era otro de sus juegos.—Perfecto, mañana mismo lo hacemos. Pero que conste, después no hay vuelta atrás. No vas a tener otra oportunidad.Mañana, pensó Diego, esa mujer iba a mostrar su verdadera cara, suplicándole entre lágrimas porque no podía vivir sin él.—No me voy a arrepentir.Esa determinación en los ojos de Ruth lo incomodó y lo enfureció.—Mejor así —espetó Diego, saliendo del estudio de mala gana.Esa noche, Diego no la dejó entrar a la habitación. Ruth pasó la noche sentada en el pasillo, temblando de frío. Pero en su corazón, ya no quedaba ni un solo rastro de hielo.A ojos de Diego, Ruth lo amaba con tal intensidad que sin él no podría seguir adelante; estaba convencido de que todo era una estrategia de ella, un simple juego para llamar su atención. Incluso cuando Ruth firmó la solicitud de divorcio sin dudar, Diego seguía creyendo lo mismo.Al salir del ayuntamiento, Ruth sintió una ligereza que nunca antes había experimentado; por fin había dejado ir a Diego, y también se había liberado a sí misma.En ese instante, sonrió.Era una sonrisa genuina, nacida desde lo más profundo de su corazón, y por un momento, Diego quedó desconcertado. Parecía ser la primera vez que veía a Ruth sonreír así.¿De verdad el divorcio la hacía tan feliz?No podía ser. Seguro fingía; estaba convencido de que era parte de su táctica.Diego soltó un resoplido y su mirada, llena de desprecio, se volvió aún más dura.—Ruth, te advierto: ya que estamos divorciados, aunque vengas de rodillas a pedirme que regresemos, no voy a volver contigo.Diego dio un paso, pero al recordar otra cosa, giró para añadir:—Y tampoco vuelvas a usar a mi abuelo para presionarme. Esta vez, aunque lo intentes, no voy a ceder.—No lo haré.—¿Qué dijiste?—No voy a buscar reconciliación, ni voy a usar a tu abuelo, Diego. Ahora eres completamente libre.En realidad, Ruth jamás había usado a don Rafael para obligar a Diego a nada; todo era una ilusión suya...Al ver la determinación en los ojos de Ruth, Diego sintió por un instante una punzada de nerviosismo, aunque la sofocó enseguida.—Ruth, más te vale recordar lo que acabas de decir —gruñó Diego antes de marcharse, dejando a Ruth sola frente al edificio.Ruth salió del matrimonio sin nada; antes de casarse con Diego, había firmado un acuerdo prenupcial, y ella misma lo había propuesto.Tres años de matrimonio y, al final, lo único que podía llevarse cabía en una sola maleta; la mansión Carrillo nunca fue su hogar, solo había sido una visitante.Había dejado todo listo el día anterior, pero aun así, Diego ordenó que su equipaje fuera arrojado fuera de la casa.El trueno retumbó, las nubes cubrieron el cielo y, de repente, una lluvia torrencial se desató.Desde la ventana panorámica, Diego observó cómo Ruth recogía su maleta bajo la tormenta; su figura delgada parecía a punto de colapsar en cualquier momento.Recordó la mirada decidida de Ruth frente al ayuntamiento y esas palabras cortantes. Diego apenas pudo evitar reírse.No pasaría ni diez días antes de que esa mujer viniera de rodillas a pedirle perdón.Él estaba seguro: Ruth no podría vivir sin él. Nunca lo dudó....En un reservado amplio y lujoso, la luz de colores se filtraba entre sombras, rebosando opulencia y exceso.—Señor Diego, dicen que ya se divorció. ¿Cómo es que Ruth se atrevió a dejarlo? ¿No se moría por usted, que hasta hubiera dado la vida?El que hablaba era Cristian Figueroa, el segundo hijo de la familia Figueroa. Su tono rebosaba desprecio, y los demás rieron, sumándose a la burla. Hasta Diego esbozó una sonrisa desdeñosa.En esos círculos de la alta sociedad, todos sabían que Ruth estaba obsesionada con Diego. No importaban las humillaciones ni las burlas, ella nunca se marchaba.Diego, con una copa en la mano, se recostó en el sofá, piernas cruzadas y aire desganado. Su cara, iluminada a ratos por el vaivén de las luces, mostraba una mueca irónica.—Todo es parte de su jueguito para llamar la atención —respondió—. Ya verán, en unos días va a regresar llorando y rogándome.Diego había asegurado que Ruth no aguantaría ni diez días sin buscarlo para volver, pero ya habían pasado siete y ella seguía sin aparecer.Eso empezaba a ponerlo de malas, aunque seguía convencido de que Ruth terminaría por buscarlo, llorando.Después de todo, todos pensaban igual: Ruth jamás podría dejarlo. ¿Cómo iba a ser capaz de irse de verdad?Diego se llevó la copa a los labios y tomó un trago, mientras la mueca sarcástica en su cara se hacía más evidente.Esa mujer se había atrevido a jugarle una mala pasada. Esta vez, pensó, le daría una lección que jamás olvidaría.Diego estaba seguro de sí mismo. Sin embargo, pasaron diez días, luego un mes, y Ruth seguía sin aparecer. Eso no solo lo ponía de malas, sino que, sin entender bien por qué, empezaba a sentir un miedo extraño, uno que ni él mismo podía explicar.Justo cuando estaba en una reunión, le entró la llamada del señor Rafael. En la sala apenas se oía la voz del otro lado de la línea, pero el tono molesto del señor Rafael era claro.—Si no logras que Ruth regrese, olvídate de ser el presidente del Grupo Carrillo.El señor Rafael le tenía un gran aprecio a Ruth. Y, a decir verdad, cuanto más cariño le mostraba el viejo a Ruth, más la detestaba Diego.Colgó el teléfono dejando en el aire una tensión que se sentía pesada y peligrosa.Para Diego, esa llamada no podía tener otra explicación: era Ruth quien movía los hilos, usando al viejo para presionarlo otra vez.Lo que el señor Rafael le había dicho era clarísimo: si no recuperaba a Ruth, perdería el derecho a heredar el Grupo Carrillo.El señor Rafael tenía hijos y nietos de sobra, todos ansiosos por quedarse con el puesto de presidente. Si Diego no hacía lo que el viejo quería, en cualquier momento lo podían quitar y reemplazarlo sin dudar.Y eso era algo que no iba a permitir bajo ninguna circunstancia.En cuanto a Ruth, ella aprendería que desafiarlo tenía consecuencias.Le ordenó a su asistente que averiguara dónde vivía Ruth ahora. Ni siquiera pasó una hora y ya tenía la información.El lugar donde Ruth vivía era un conjunto viejo, bastante descuidado. Las paredes estaban peladas y en los pasillos flotaba un olor desagradable que se colaba por todo el edificio.Diego se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo, arrugando la frente con fastidio. Si no fuera porque no quería perder la sucesión, jamás se hubiera parado en un sitio como ese.Empezó a imaginarse a Ruth, viviendo sola, consumida y sin fuerzas, y fantaseó con que al verlo, ella rompería en llanto, le rogaría que la perdonara y le suplicaría volver.El asistente tocó el timbre. No pasó mucho tiempo antes de que alguien abriera la puerta. Era Ruth.Ella llevaba ropa cómoda, el cabello recogido en un chongo alto, y, en contra de todo lo que Diego había esperado, no se veía ni cansada ni acabada. Al contrario, parecía más radiante que hacía un mes.La escena no se parecía en nada a lo que Diego había imaginado. Ruth lo miró sin una pizca de emoción, como si no le importara en absoluto, como si él fuera un completo desconocido.Por un momento, Diego pensó que quizá Ruth decía la verdad cuando aseguró que ya no lo amaba.¿Pero cómo podía ser cierto?—Ruth, ganaste. Vámonos a casa.Diego mantenía el mentón en alto, seguro de sí mismo, como si le estuviera haciendo un favor. Para él, el simple hecho de presentarse ahí ya era un regalo inmenso; Ruth tendría que estarle agradecida.Pero Ruth ni se inmutó. Ni siquiera le regaló una mirada de más.—Señor Diego, ya estamos divorciados. Creo que ya fui bastante clara. No vuelva a buscarme.—Ruth, tú…—¡Pum!—Ruth cerró la puerta en seco, cortando cualquier intento de Diego por continuar la conversación.Que Ruth se atreviera a tratarlo así…A Diego le hervía la sangre. ¿Acaso ella no se estaba pasando de lista con su jueguito de hacerse la difícil?Sin embargo, tuvo que admitir, aunque le costara, que esa actitud de Ruth, tan desafiante, no solo le molestaba, sino que también despertaba en él una sensación extraña, algo que no podía dejar de sentir…Capítulo 2Después de tres años de matrimonio, Ruth Valencia por fin estaba embarazada.La alegría la invadió por completo, y no pudo evitar querer compartir la noticia con Diego Carrillo de inmediato.Pensó que Diego se pondría feliz, pero una sola frase suya la destrozó, como si la condenara sin piedad.—Vas a abortar.—¿Por qué? —En ese instante, el color desapareció de su cara, un escalofrío le recorrió la espalda y, aunque apretó los puños con todas sus fuerzas, no pudo evitar que su cuerpo temblara.Sabía que su pregunta era absurda. Diego nunca la había amado. Siempre lo supo. Si no hubiera sido porque el señor Rafael Carrillo se enteró de sus sentimientos por Diego y obligó a su hijo a casarse, Diego jamás la habría tomado como esposa.Él no la amaba, ¿por qué querría tener un hijo con ella?Diego la miró, y en sus ojos no había ni una pizca de compasión, solo un desprecio abierto.—Porque no eres digna.Sí, no era digna. En este mundo, solo Renata Ortiz parecía tener el derecho de tener un hijo de Diego. Aunque esa mujer lo hubiera lastimado, él seguía sin poder olvidar a Ruth...—Te doy tres días. No me obligues a intervenir.Ruth se quedó viendo cómo Diego se marchaba. Sonreía, pero de pronto, entre risas, le brotaron lágrimas....La sala de espera tenía una luz tenue. Ruth estaba sentada en una banca, con las manos aferradas a sus muslos. Su cara lucía más pálida que una hoja de papel.A su lado, había otras mujeres que también esperaban el procedimiento. Todas tenían el mismo semblante apagado, oscilando entre el miedo y la confusión.De repente, la puerta de la sala se abrió y una enfermera llamó a Ruth.Ella entró al consultorio. El médico preparaba los instrumentos. Siguiendo las indicaciones, Ruth se recostó en la camilla, cerró los ojos con fuerza y posó las manos sobre su vientre. Su cuerpo no dejaba de temblar.—Tranquila, esto será rápido —murmuró el doctor.Cuando el médico tomó su mano para buscar la vena y ponerle la inyección, Ruth abrió los ojos de golpe.—No... No quiero abortar. No voy a hacerlo.Ese no solo era el hijo de Diego, también era suyo.Sin pensarlo, salió corriendo del consultorio, tropezando, hasta chocar contra un pecho que no transmitía ni un poco de calidez.Alzó la cabeza y vio a Diego. Sintió que estaba frente a un demonio y le suplicó, aterrada:—Señor Diego, por favor, déjame quedarme con este bebé. Te juro que haré lo que sea, pero déjame tenerlo.Pero Diego ni se inmutó, su mirada seguía igual de dura.—Te lo advertí: no me obligues a hacerlo yo.Uno a uno, apartó sus manos y la empujó sin piedad al abismo.En ese momento, Ruth por fin entendió lo equivocada que había estado. No debió dejar que el señor Rafael supiera que amaba a Diego. No debió enamorarse de él. Perder a su bebé era el castigo más cruel que podía recibir.Diego, te dejo ir......Cuando Ruth despertó, ya estaba en una cama de hospital. Durante el procedimiento perdió tanta sangre que apenas lograron salvarla, pero los médicos le dijeron que nunca volvería a quedar embarazada.Cuando le dieron la noticia, no lloró ni hizo un escándalo. Simplemente aceptó su destino, sin resistencia.Cuando el corazón de una persona se apaga, ya nada importa.Pasó tres días en la cama del hospital y Diego no apareció ni una sola vez.Quizás, aunque hubiera muerto, a él no le importaría.Sin enojo, sin tristeza. Solo un vacío absoluto.Se quitó la aguja del suero, se levantó con dificultad y salió tambaleándose de la habitación....Diego estaba en una reunión cuando recibió la llamada del hospital. Le informaron que Ruth se había ido, pero él solo respondió que estaba enterado y colgó de inmediato.Siempre igual, pensó. Esa mujer nunca se resigna. Seguro cree que con esto va a despertar su compasión.Diego continuó su día, trabajando y atendiendo reuniones como si nada.Más tarde, el mayordomo lo llamó para avisar que la señora ya había regresado a casa.Diego solo se rio para sí. Lo había esperado....Al llegar a casa después del trabajo, Ruth lo recibió en la puerta, como de costumbre. Pero esta vez, su cara reflejaba la enfermedad. Sus ojos, que siempre brillaban al verlo, ahora estaban opacos, llenos de una calma muerta.—Señor Diego, quiero hablar contigo.En el estudio, el humo del cigarro llenaba el aire. El rostro tenso de Diego apenas se distinguía entre la neblina.—¿Y ahora con qué jueguito sales, Ruth? ¿Crees que pidiendo el divorcio voy a caer rendido a tus pies? No me hagas reír.En la mente de Diego, Ruth estaba tan enamorada de él que jamás se atrevería a dejarlo. Lo del divorcio seguro era otra táctica para llamar su atención.Ruth también pensaba que era ridículo. Lo había amado siete años, casada con él tres. Hasta una piedra se calienta si la abrazas tanto tiempo.Pero se equivocó. Diego nunca tuvo corazón. Él mató a su propio hijo y también la mató a ella.Ya estaba cansada. El amor se había agotado por completo.—Señor Diego, ya me cansé. Ya no te amo. Así que vamos a divorciarnos.Por un instante, el corazón de Diego se estremeció, se le fue el aire. Pero enseguida recuperó su fachada.No le creyó. Seguro era otro de sus juegos.—Perfecto, mañana mismo lo hacemos. Pero que conste, después no hay vuelta atrás. No vas a tener otra oportunidad.Mañana, pensó Diego, esa mujer iba a mostrar su verdadera cara, suplicándole entre lágrimas porque no podía vivir sin él.—No me voy a arrepentir.Esa determinación en los ojos de Ruth lo incomodó y lo enfureció.—Mejor así —espetó Diego, saliendo del estudio de mala gana.Esa noche, Diego no la dejó entrar a la habitación. Ruth pasó la noche sentada en el pasillo, temblando de frío. Pero en su corazón, ya no quedaba ni un solo rastro de hielo.A ojos de Diego, Ruth lo amaba con tal intensidad que sin él no podría seguir adelante; estaba convencido de que todo era una estrategia de ella, un simple juego para llamar su atención. Incluso cuando Ruth firmó la solicitud de divorcio sin dudar, Diego seguía creyendo lo mismo.Al salir del ayuntamiento, Ruth sintió una ligereza que nunca antes había experimentado; por fin había dejado ir a Diego, y también se había liberado a sí misma.En ese instante, sonrió.Era una sonrisa genuina, nacida desde lo más profundo de su corazón, y por un momento, Diego quedó desconcertado. Parecía ser la primera vez que veía a Ruth sonreír así.¿De verdad el divorcio la hacía tan feliz?No podía ser. Seguro fingía; estaba convencido de que era parte de su táctica.Diego soltó un resoplido y su mirada, llena de desprecio, se volvió aún más dura.—Ruth, te advierto: ya que estamos divorciados, aunque vengas de rodillas a pedirme que regresemos, no voy a volver contigo.Diego dio un paso, pero al recordar otra cosa, giró para añadir:—Y tampoco vuelvas a usar a mi abuelo para presionarme. Esta vez, aunque lo intentes, no voy a ceder.—No lo haré.—¿Qué dijiste?—No voy a buscar reconciliación, ni voy a usar a tu abuelo, Diego. Ahora eres completamente libre.En realidad, Ruth jamás había usado a don Rafael para obligar a Diego a nada; todo era una ilusión suya...Al ver la determinación en los ojos de Ruth, Diego sintió por un instante una punzada de nerviosismo, aunque la sofocó enseguida.—Ruth, más te vale recordar lo que acabas de decir —gruñó Diego antes de marcharse, dejando a Ruth sola frente al edificio.Ruth salió del matrimonio sin nada; antes de casarse con Diego, había firmado un acuerdo prenupcial, y ella misma lo había propuesto.Tres años de matrimonio y, al final, lo único que podía llevarse cabía en una sola maleta; la mansión Carrillo nunca fue su hogar, solo había sido una visitante.Había dejado todo listo el día anterior, pero aun así, Diego ordenó que su equipaje fuera arrojado fuera de la casa.El trueno retumbó, las nubes cubrieron el cielo y, de repente, una lluvia torrencial se desató.Desde la ventana panorámica, Diego observó cómo Ruth recogía su maleta bajo la tormenta; su figura delgada parecía a punto de colapsar en cualquier momento.Recordó la mirada decidida de Ruth frente al ayuntamiento y esas palabras cortantes. Diego apenas pudo evitar reírse.No pasaría ni diez días antes de que esa mujer viniera de rodillas a pedirle perdón.Él estaba seguro: Ruth no podría vivir sin él. Nunca lo dudó....En un reservado amplio y lujoso, la luz de colores se filtraba entre sombras, rebosando opulencia y exceso.—Señor Diego, dicen que ya se divorció. ¿Cómo es que Ruth se atrevió a dejarlo? ¿No se moría por usted, que hasta hubiera dado la vida?El que hablaba era Cristian Figueroa, el segundo hijo de la familia Figueroa. Su tono rebosaba desprecio, y los demás rieron, sumándose a la burla. Hasta Diego esbozó una sonrisa desdeñosa.En esos círculos de la alta sociedad, todos sabían que Ruth estaba obsesionada con Diego. No importaban las humillaciones ni las burlas, ella nunca se marchaba.Diego, con una copa en la mano, se recostó en el sofá, piernas cruzadas y aire desganado. Su cara, iluminada a ratos por el vaivén de las luces, mostraba una mueca irónica.—Todo es parte de su jueguito para llamar la atención —respondió—. Ya verán, en unos días va a regresar llorando y rogándome.Diego había asegurado que Ruth no aguantaría ni diez días sin buscarlo para volver, pero ya habían pasado siete y ella seguía sin aparecer.Eso empezaba a ponerlo de malas, aunque seguía convencido de que Ruth terminaría por buscarlo, llorando.Después de todo, todos pensaban igual: Ruth jamás podría dejarlo. ¿Cómo iba a ser capaz de irse de verdad?Diego se llevó la copa a los labios y tomó un trago, mientras la mueca sarcástica en su cara se hacía más evidente.Esa mujer se había atrevido a jugarle una mala pasada. Esta vez, pensó, le daría una lección que jamás olvidaría.Diego estaba seguro de sí mismo. Sin embargo, pasaron diez días, luego un mes, y Ruth seguía sin aparecer. Eso no solo lo ponía de malas, sino que, sin entender bien por qué, empezaba a sentir un miedo extraño, uno que ni él mismo podía explicar.Justo cuando estaba en una reunión, le entró la llamada del señor Rafael. En la sala apenas se oía la voz del otro lado de la línea, pero el tono molesto del señor Rafael era claro.—Si no logras que Ruth regrese, olvídate de ser el presidente del Grupo Carrillo.El señor Rafael le tenía un gran aprecio a Ruth. Y, a decir verdad, cuanto más cariño le mostraba el viejo a Ruth, más la detestaba Diego.Colgó el teléfono dejando en el aire una tensión que se sentía pesada y peligrosa.Para Diego, esa llamada no podía tener otra explicación: era Ruth quien movía los hilos, usando al viejo para presionarlo otra vez.Lo que el señor Rafael le había dicho era clarísimo: si no recuperaba a Ruth, perdería el derecho a heredar el Grupo Carrillo.El señor Rafael tenía hijos y nietos de sobra, todos ansiosos por quedarse con el puesto de presidente. Si Diego no hacía lo que el viejo quería, en cualquier momento lo podían quitar y reemplazarlo sin dudar.Y eso era algo que no iba a permitir bajo ninguna circunstancia.En cuanto a Ruth, ella aprendería que desafiarlo tenía consecuencias.Le ordenó a su asistente que averiguara dónde vivía Ruth ahora. Ni siquiera pasó una hora y ya tenía la información.El lugar donde Ruth vivía era un conjunto viejo, bastante descuidado. Las paredes estaban peladas y en los pasillos flotaba un olor desagradable que se colaba por todo el edificio.Diego se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo, arrugando la frente con fastidio. Si no fuera porque no quería perder la sucesión, jamás se hubiera parado en un sitio como ese.Empezó a imaginarse a Ruth, viviendo sola, consumida y sin fuerzas, y fantaseó con que al verlo, ella rompería en llanto, le rogaría que la perdonara y le suplicaría volver.El asistente tocó el timbre. No pasó mucho tiempo antes de que alguien abriera la puerta. Era Ruth.Ella llevaba ropa cómoda, el cabello recogido en un chongo alto, y, en contra de todo lo que Diego había esperado, no se veía ni cansada ni acabada. Al contrario, parecía más radiante que hacía un mes.La escena no se parecía en nada a lo que Diego había imaginado. Ruth lo miró sin una pizca de emoción, como si no le importara en absoluto, como si él fuera un completo desconocido.Por un momento, Diego pensó que quizá Ruth decía la verdad cuando aseguró que ya no lo amaba.¿Pero cómo podía ser cierto?—Ruth, ganaste. Vámonos a casa.Diego mantenía el mentón en alto, seguro de sí mismo, como si le estuviera haciendo un favor. Para él, el simple hecho de presentarse ahí ya era un regalo inmenso; Ruth tendría que estarle agradecida.Pero Ruth ni se inmutó. Ni siquiera le regaló una mirada de más.—Señor Diego, ya estamos divorciados. Creo que ya fui bastante clara. No vuelva a buscarme.—Ruth, tú…—¡Pum!—Ruth cerró la puerta en seco, cortando cualquier intento de Diego por continuar la conversación.Que Ruth se atreviera a tratarlo así…A Diego le hervía la sangre. ¿Acaso ella no se estaba pasando de lista con su jueguito de hacerse la difícil?Sin embargo, tuvo que admitir, aunque le costara, que esa actitud de Ruth, tan desafiante, no solo le molestaba, sino que también despertaba en él una sensación extraña, algo que no podía dejar de sentir…Capítulo 3Después de tres años de matrimonio, Ruth Valencia por fin estaba embarazada.La alegría la invadió por completo, y no pudo evitar querer compartir la noticia con Diego Carrillo de inmediato.Pensó que Diego se pondría feliz, pero una sola frase suya la destrozó, como si la condenara sin piedad.—Vas a abortar.—¿Por qué? —En ese instante, el color desapareció de su cara, un escalofrío le recorrió la espalda y, aunque apretó los puños con todas sus fuerzas, no pudo evitar que su cuerpo temblara.Sabía que su pregunta era absurda. Diego nunca la había amado. Siempre lo supo. Si no hubiera sido porque el señor Rafael Carrillo se enteró de sus sentimientos por Diego y obligó a su hijo a casarse, Diego jamás la habría tomado como esposa.Él no la amaba, ¿por qué querría tener un hijo con ella?Diego la miró, y en sus ojos no había ni una pizca de compasión, solo un desprecio abierto.—Porque no eres digna.Sí, no era digna. En este mundo, solo Renata Ortiz parecía tener el derecho de tener un hijo de Diego. Aunque esa mujer lo hubiera lastimado, él seguía sin poder olvidar a Ruth...—Te doy tres días. No me obligues a intervenir.Ruth se quedó viendo cómo Diego se marchaba. Sonreía, pero de pronto, entre risas, le brotaron lágrimas....La sala de espera tenía una luz tenue. Ruth estaba sentada en una banca, con las manos aferradas a sus muslos. Su cara lucía más pálida que una hoja de papel.A su lado, había otras mujeres que también esperaban el procedimiento. Todas tenían el mismo semblante apagado, oscilando entre el miedo y la confusión.De repente, la puerta de la sala se abrió y una enfermera llamó a Ruth.Ella entró al consultorio. El médico preparaba los instrumentos. Siguiendo las indicaciones, Ruth se recostó en la camilla, cerró los ojos con fuerza y posó las manos sobre su vientre. Su cuerpo no dejaba de temblar.—Tranquila, esto será rápido —murmuró el doctor.Cuando el médico tomó su mano para buscar la vena y ponerle la inyección, Ruth abrió los ojos de golpe.—No... No quiero abortar. No voy a hacerlo.Ese no solo era el hijo de Diego, también era suyo.Sin pensarlo, salió corriendo del consultorio, tropezando, hasta chocar contra un pecho que no transmitía ni un poco de calidez.Alzó la cabeza y vio a Diego. Sintió que estaba frente a un demonio y le suplicó, aterrada:—Señor Diego, por favor, déjame quedarme con este bebé. Te juro que haré lo que sea, pero déjame tenerlo.Pero Diego ni se inmutó, su mirada seguía igual de dura.—Te lo advertí: no me obligues a hacerlo yo.Uno a uno, apartó sus manos y la empujó sin piedad al abismo.En ese momento, Ruth por fin entendió lo equivocada que había estado. No debió dejar que el señor Rafael supiera que amaba a Diego. No debió enamorarse de él. Perder a su bebé era el castigo más cruel que podía recibir.Diego, te dejo ir......Cuando Ruth despertó, ya estaba en una cama de hospital. Durante el procedimiento perdió tanta sangre que apenas lograron salvarla, pero los médicos le dijeron que nunca volvería a quedar embarazada.Cuando le dieron la noticia, no lloró ni hizo un escándalo. Simplemente aceptó su destino, sin resistencia.Cuando el corazón de una persona se apaga, ya nada importa.Pasó tres días en la cama del hospital y Diego no apareció ni una sola vez.Quizás, aunque hubiera muerto, a él no le importaría.Sin enojo, sin tristeza. Solo un vacío absoluto.Se quitó la aguja del suero, se levantó con dificultad y salió tambaleándose de la habitación....Diego estaba en una reunión cuando recibió la llamada del hospital. Le informaron que Ruth se había ido, pero él solo respondió que estaba enterado y colgó de inmediato.Siempre igual, pensó. Esa mujer nunca se resigna. Seguro cree que con esto va a despertar su compasión.Diego continuó su día, trabajando y atendiendo reuniones como si nada.Más tarde, el mayordomo lo llamó para avisar que la señora ya había regresado a casa.Diego solo se rio para sí. Lo había esperado....Al llegar a casa después del trabajo, Ruth lo recibió en la puerta, como de costumbre. Pero esta vez, su cara reflejaba la enfermedad. Sus ojos, que siempre brillaban al verlo, ahora estaban opacos, llenos de una calma muerta.—Señor Diego, quiero hablar contigo.En el estudio, el humo del cigarro llenaba el aire. El rostro tenso de Diego apenas se distinguía entre la neblina.—¿Y ahora con qué jueguito sales, Ruth? ¿Crees que pidiendo el divorcio voy a caer rendido a tus pies? No me hagas reír.En la mente de Diego, Ruth estaba tan enamorada de él que jamás se atrevería a dejarlo. Lo del divorcio seguro era otra táctica para llamar su atención.Ruth también pensaba que era ridículo. Lo había amado siete años, casada con él tres. Hasta una piedra se calienta si la abrazas tanto tiempo.Pero se equivocó. Diego nunca tuvo corazón. Él mató a su propio hijo y también la mató a ella.Ya estaba cansada. El amor se había agotado por completo.—Señor Diego, ya me cansé. Ya no te amo. Así que vamos a divorciarnos.Por un instante, el corazón de Diego se estremeció, se le fue el aire. Pero enseguida recuperó su fachada.No le creyó. Seguro era otro de sus juegos.—Perfecto, mañana mismo lo hacemos. Pero que conste, después no hay vuelta atrás. No vas a tener otra oportunidad.Mañana, pensó Diego, esa mujer iba a mostrar su verdadera cara, suplicándole entre lágrimas porque no podía vivir sin él.—No me voy a arrepentir.Esa determinación en los ojos de Ruth lo incomodó y lo enfureció.—Mejor así —espetó Diego, saliendo del estudio de mala gana.Esa noche, Diego no la dejó entrar a la habitación. Ruth pasó la noche sentada en el pasillo, temblando de frío. Pero en su corazón, ya no quedaba ni un solo rastro de hielo.A ojos de Diego, Ruth lo amaba con tal intensidad que sin él no podría seguir adelante; estaba convencido de que todo era una estrategia de ella, un simple juego para llamar su atención. Incluso cuando Ruth firmó la solicitud de divorcio sin dudar, Diego seguía creyendo lo mismo.Al salir del ayuntamiento, Ruth sintió una ligereza que nunca antes había experimentado; por fin había dejado ir a Diego, y también se había liberado a sí misma.En ese instante, sonrió.Era una sonrisa genuina, nacida desde lo más profundo de su corazón, y por un momento, Diego quedó desconcertado. Parecía ser la primera vez que veía a Ruth sonreír así.¿De verdad el divorcio la hacía tan feliz?No podía ser. Seguro fingía; estaba convencido de que era parte de su táctica.Diego soltó un resoplido y su mirada, llena de desprecio, se volvió aún más dura.—Ruth, te advierto: ya que estamos divorciados, aunque vengas de rodillas a pedirme que regresemos, no voy a volver contigo.Diego dio un paso, pero al recordar otra cosa, giró para añadir:—Y tampoco vuelvas a usar a mi abuelo para presionarme. Esta vez, aunque lo intentes, no voy a ceder.—No lo haré.—¿Qué dijiste?—No voy a buscar reconciliación, ni voy a usar a tu abuelo, Diego. Ahora eres completamente libre.En realidad, Ruth jamás había usado a don Rafael para obligar a Diego a nada; todo era una ilusión suya...Al ver la determinación en los ojos de Ruth, Diego sintió por un instante una punzada de nerviosismo, aunque la sofocó enseguida.—Ruth, más te vale recordar lo que acabas de decir —gruñó Diego antes de marcharse, dejando a Ruth sola frente al edificio.Ruth salió del matrimonio sin nada; antes de casarse con Diego, había firmado un acuerdo prenupcial, y ella misma lo había propuesto.Tres años de matrimonio y, al final, lo único que podía llevarse cabía en una sola maleta; la mansión Carrillo nunca fue su hogar, solo había sido una visitante.Había dejado todo listo el día anterior, pero aun así, Diego ordenó que su equipaje fuera arrojado fuera de la casa.El trueno retumbó, las nubes cubrieron el cielo y, de repente, una lluvia torrencial se desató.Desde la ventana panorámica, Diego observó cómo Ruth recogía su maleta bajo la tormenta; su figura delgada parecía a punto de colapsar en cualquier momento.Recordó la mirada decidida de Ruth frente al ayuntamiento y esas palabras cortantes. Diego apenas pudo evitar reírse.No pasaría ni diez días antes de que esa mujer viniera de rodillas a pedirle perdón.Él estaba seguro: Ruth no podría vivir sin él. Nunca lo dudó....En un reservado amplio y lujoso, la luz de colores se filtraba entre sombras, rebosando opulencia y exceso.—Señor Diego, dicen que ya se divorció. ¿Cómo es que Ruth se atrevió a dejarlo? ¿No se moría por usted, que hasta hubiera dado la vida?El que hablaba era Cristian Figueroa, el segundo hijo de la familia Figueroa. Su tono rebosaba desprecio, y los demás rieron, sumándose a la burla. Hasta Diego esbozó una sonrisa desdeñosa.En esos círculos de la alta sociedad, todos sabían que Ruth estaba obsesionada con Diego. No importaban las humillaciones ni las burlas, ella nunca se marchaba.Diego, con una copa en la mano, se recostó en el sofá, piernas cruzadas y aire desganado. Su cara, iluminada a ratos por el vaivén de las luces, mostraba una mueca irónica.—Todo es parte de su jueguito para llamar la atención —respondió—. Ya verán, en unos días va a regresar llorando y rogándome.Diego había asegurado que Ruth no aguantaría ni diez días sin buscarlo para volver, pero ya habían pasado siete y ella seguía sin aparecer.Eso empezaba a ponerlo de malas, aunque seguía convencido de que Ruth terminaría por buscarlo, llorando.Después de todo, todos pensaban igual: Ruth jamás podría dejarlo. ¿Cómo iba a ser capaz de irse de verdad?Diego se llevó la copa a los labios y tomó un trago, mientras la mueca sarcástica en su cara se hacía más evidente.Esa mujer se había atrevido a jugarle una mala pasada. Esta vez, pensó, le daría una lección que jamás olvidaría.Diego estaba seguro de sí mismo. Sin embargo, pasaron diez días, luego un mes, y Ruth seguía sin aparecer. Eso no solo lo ponía de malas, sino que, sin entender bien por qué, empezaba a sentir un miedo extraño, uno que ni él mismo podía explicar.Justo cuando estaba en una reunión, le entró la llamada del señor Rafael. En la sala apenas se oía la voz del otro lado de la línea, pero el tono molesto del señor Rafael era claro.—Si no logras que Ruth regrese, olvídate de ser el presidente del Grupo Carrillo.El señor Rafael le tenía un gran aprecio a Ruth. Y, a decir verdad, cuanto más cariño le mostraba el viejo a Ruth, más la detestaba Diego.Colgó el teléfono dejando en el aire una tensión que se sentía pesada y peligrosa.Para Diego, esa llamada no podía tener otra explicación: era Ruth quien movía los hilos, usando al viejo para presionarlo otra vez.Lo que el señor Rafael le había dicho era clarísimo: si no recuperaba a Ruth, perdería el derecho a heredar el Grupo Carrillo.El señor Rafael tenía hijos y nietos de sobra, todos ansiosos por quedarse con el puesto de presidente. Si Diego no hacía lo que el viejo quería, en cualquier momento lo podían quitar y reemplazarlo sin dudar.Y eso era algo que no iba a permitir bajo ninguna circunstancia.En cuanto a Ruth, ella aprendería que desafiarlo tenía consecuencias.Le ordenó a su asistente que averiguara dónde vivía Ruth ahora. Ni siquiera pasó una hora y ya tenía la información.El lugar donde Ruth vivía era un conjunto viejo, bastante descuidado. Las paredes estaban peladas y en los pasillos flotaba un olor desagradable que se colaba por todo el edificio.Diego se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo, arrugando la frente con fastidio. Si no fuera porque no quería perder la sucesión, jamás se hubiera parado en un sitio como ese.Empezó a imaginarse a Ruth, viviendo sola, consumida y sin fuerzas, y fantaseó con que al verlo, ella rompería en llanto, le rogaría que la perdonara y le suplicaría volver.El asistente tocó el timbre. No pasó mucho tiempo antes de que alguien abriera la puerta. Era Ruth.Ella llevaba ropa cómoda, el cabello recogido en un chongo alto, y, en contra de todo lo que Diego había esperado, no se veía ni cansada ni acabada. Al contrario, parecía más radiante que hacía un mes.La escena no se parecía en nada a lo que Diego había imaginado. Ruth lo miró sin una pizca de emoción, como si no le importara en absoluto, como si él fuera un completo desconocido.Por un momento, Diego pensó que quizá Ruth decía la verdad cuando aseguró que ya no lo amaba.¿Pero cómo podía ser cierto?—Ruth, ganaste. Vámonos a casa.Diego mantenía el mentón en alto, seguro de sí mismo, como si le estuviera haciendo un favor. Para él, el simple hecho de presentarse ahí ya era un regalo inmenso; Ruth tendría que estarle agradecida.Pero Ruth ni se inmutó. Ni siquiera le regaló una mirada de más.—Señor Diego, ya estamos divorciados. Creo que ya fui bastante clara. No vuelva a buscarme.—Ruth, tú…—¡Pum!—Ruth cerró la puerta en seco, cortando cualquier intento de Diego por continuar la conversación.Que Ruth se atreviera a tratarlo así…A Diego le hervía la sangre. ¿Acaso ella no se estaba pasando de lista con su jueguito de hacerse la difícil?Sin embargo, tuvo que admitir, aunque le costara, que esa actitud de Ruth, tan desafiante, no solo le molestaba, sino que también despertaba en él una sensación extraña, algo que no podía dejar de sentir…

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