Una noche de tormenta, un accidente automovilístico destrozó para siempre las ilusiones matrimoniales de Micaela Arias. El hombre al que había amado durante seis años, Gaspar Ruiz, por quien abandonó sus estudios y lo dio todo, siempre llevaba en su corazón a Samanta Guzmán, su eterno amor platónico. Incluso su propia hija, manipulada por la amante, se distanció de ella. Cuando su niña agonizaba con fiebre alta y Gaspar celebraba el cumpleaños de su amante, Micaela por fin despertó. Dejó de ser la humilde Sra. Ruiz y resucitó el legado médico de su padre. En secreto, completó un proyecto de investigación en una universidad de élite, convirtiéndose en la genio central del laboratorio. Cuando Gaspar descubrió que la 'simple ama de casa' que tanto menospreciaba era ahora una estrella emergente de la medicina internacional, ya era demasiado tarde. La historia de cómo Micaela desgarró su falso matrimonio, recuperó a su hija y se abrió paso en el mundo científico con luz propia, ¡estaba solo comenzando!

Capítulo 1Ciudad ArboreaNoche de tormenta.Micaela Arias marcó el número de su esposo, Gaspar Ruiz.La llamada entró, pero nadie contestó.En sus brazos, su hija ardía con fiebre de cuarenta grados, delirando y murmurando sin sentido:—Papá... papá... quiero a papá...Con el corazón apretado, Micaela bajó las escaleras cargando a su hija. Frente a Sofía, la señora que le ayudaba en casa, soltó:—Sofía, vamos al hospital.—¿No sería mejor esperar a que regrese el señor? —preguntó Sofía, con ansiedad.—No hace falta.Hoy era el cumpleaños de la mujer a la que Gaspar realmente amaba. Ella sabía bien que él no volvería a casa esa noche.El dolor en el pecho de Micaela le pesaba más que la lluvia que golpeaba sin piedad las ventanas. Su hija, en brazos, tenía las mejillas encendidas y gemía de malestar, mientras su padre celebraba con otra mujer.En la carretera rumbo al hospital, la lluvia caía como si quisiera tragarse el mundo. Micaela, dominada por la preocupación, apretó el acelerador del carro casi hasta el fondo. De pronto, un carro se le atravesó, rebasando sin precaución. Micaela encendió las luces de emergencia, pero el otro conductor siguió de frente, sin frenar.Con los nervios de punta, giró el volante y el carro se estrelló contra el camellón.Desde el asiento trasero, Sofía abrazó a la niña y soltó un grito ahogado.Por suerte, Micaela alcanzó a frenar. El golpe sólo fue contra uno de los postes de piedra. No hubo un choque fuerte, pero en ese instante, Micaela se quebró. Las lágrimas que había contenido durante años escaparon, desbordándola.Todo el dolor y la tristeza que había guardado la arrasaron en ese momento.Al verla encorvada sobre el volante, sollozando sin poder contenerse, Sofía se llenó de compasión y le gritó con urgencia:—¡Señora, señora! ¡Todavía tenemos que llegar al hospital! Pilar está más caliente.Fue hasta entonces que Micaela reaccionó. Recordó a su hija y, después de retroceder el carro, volvió a tomar rumbo al hospital.Al llegar, bajó del carro con Pilar en brazos. A la hora de sacarle sangre para analizarla, la niña se resistía, forcejeando, y Micaela tuvo que sujetarle la mano con fuerza. Los gritos de Pilar le partían el alma.El diagnóstico fue devastador: una infección viral múltiple, al menos siete virus diferentes atacando el cuerpo de su hija. El estudio de tórax mostraba que ambos pulmones estaban gravemente comprometidos.—La situación de la niña es muy delicada. Recomendamos hacerle un lavado pulmonar —informó el doctor, con gesto severo.Sofía, temblando, preguntó:—¿Cómo es posible? ¿Tan pequeña y ya un lavado pulmonar?Micaela tomó el estudio de las manos del médico, revisándolo con atención. El doctor, sorprendido, le preguntó:—¿Usted entiende lo que está viendo?Micaela asintió, sin dudar:—Doctor, cuando mi hija baje la fiebre, por favor programe el lavado pulmonar.Sofía, nerviosa, le susurró:—Señora... ¿no sería mejor consultarlo con el señor primero?Micaela miró a su hija, acariciando su frente ardiente. Su voz salió firme:—No hace falta.En ese momento, quedó claro que había tomado una decisión definitiva....Tres días después.Micaela velaba a su hija, recién salida del lavado pulmonar. Pilar dormía, pálida y débil, cuando el celular de Micaela vibró con un mensaje:[¿Pasa algo?]Solo esas palabras, llenas de superioridad.Micaela dejó el celular a un lado. Ni siquiera respondió.En la sala de agua, Sofía atendía una llamada en su propio celular:—¿Bueno? Señor.—¿Pasó algo en casa?Sofía vaciló:—No... no pasó nada, señor. ¿Está usted en el país?—Sí.—Bueno, usted tranquilo, aquí todo está bien. No se preocupe.Cuando colgó, Sofía murmuró para sí, inquieta. ¿Por qué la señora no quería que informara al señor de lo que había pasado estos días? ¡Si el señor estaba en el país!Micaela apretó la mano de su hija. Con los ojos rojos de tanto desvelo, por fin los cerró unos segundos. Pero no podía dormir. Pilar, sumida en una pesadilla, agitó sus manitas:—Papá... señorita Samanta, tengo miedo... tengo miedo...Micaela tomó su mano y le susurró:—Aquí está mamá.Pilar despertó asustada. Al ver a Micaela, se volteó dando la espalda, ofendida:—No quiero a mamá, quiero a la señorita Samanta.Micaela soportó las lágrimas, acariciando suavemente la espalda de su hija, ayudándola a dormir otra vez....Al séptimo día, Micaela llevó a Pilar de regreso a casa. Su cuerpo no aguantó y terminó enfermando también.Le pidió a Sofía que cuidara un rato a su hija y subió a dormir una hora.Cuando bajó, algo en el ambiente estaba raro. Sofía, nerviosa, le informó:—Señora, qué bueno que ya despertó. El señor vino hace un rato y se llevó a Pilar a cenar afuera.Micaela sintió un nudo en la garganta. Sin decir palabra, se dio la vuelta y subió a su habitación.Desde abajo, Sofía suspiró. Teniendo esposo, ¿por qué la señora tenía que vivir así de desgastada?...Micaela tomó su celular y marcó a Gaspar.Esta vez sí contestaron.Una voz femenina, entre risas, dijo al otro lado:—Gaspar llevó a Pilar al baño. ¿Necesitas algo?El aire se le fue de golpe. Micaela apretó los labios y colgó.Cerró los ojos. Recordó cómo, años antes, se había casado con Gaspar a pesar de la oposición de su padre, incluso abandonando sus estudios. Pero después de todo, él solo la había hecho perderlo todo.Recordaba la pregunta de su padre el día de la boda: “¿No te vas a arrepentir?”Ella, sonriente, le contestó:—Papá, no te preocupes. No me voy a arrepentir.Con esa determinación, dejó atrás sus sueños y entró de lleno al matrimonio.Dos años atrás, Micaela descubrió que su hija hablaba a escondidas con Samanta Guzmán, la verdadera pareja de Gaspar, y que entre ellas había una relación como de madre e hija.Ese día, camino al hospital con Pilar, Micaela lo entendió todo.Se arrepentía. Ya era momento de terminar esa farsa. No se puede construir un hogar con alguien que no te ama.Decidió que, de ahora en adelante, iba a amarse a sí misma.El celular sonó con una notificación: un correo nuevo.Micaela subió al estudio en el tercer piso, prendió la computadora y abrió el mensaje.El remitente era el laboratorio de la universidad médica más prestigiosa del mundo.Cerró los ojos y murmuró:—Papá, tenías razón. Gracias por dejarme una salida.En su mente resonaban las últimas palabras de su padre antes de morir:“No permitas que mi hija desperdicie su vida. Quiero que seas mi orgullo, incluso casada, jamás dejes de aprender ni de luchar.”Durante seis años, Micaela había persistido, cumpliendo la promesa a su padre, en secreto, sin que nadie lo supiera.Ocho de la noche.Gaspar entró a la casa sujetando de la mano a su hija. Micaela miró a Pilar, que saltaba contenta con sus dos trencitas, y notó que ahora traía un peluche nuevo: un conejito blanco y rosa.Apenas Micaela se acercó para abrazarla, Pilar estiró sus manitas, la empujó y, haciendo un puchero, le soltó:—¡Hmpf, no quiero que mamá me abrace!La mano de Micaela quedó suspendida en el aire. En ese momento, una figura alta se agachó y la llamó con dulzura.—Pilar.La niña apretó los labios y, con los ojos llenos de lágrimas, se escondió en el brazo de su papá.A Micaela se le apretó el corazón. Su hija, de apenas cinco años, había sido influenciada por Samanta durante tres años. Era su culpa, no podía echarle la culpa a Pilar.Sintió un nudo en la garganta y, volviendo hacia Sofía, dijo:—Sofía, en un rato ayúdale a Pilar a bañarse.—Claro, señora —asintió Sofía.Apenas Micaela se alejó, la sala se llenó de la risa alegre de su hija y la voz profunda y cariñosa de Gaspar.La prensa lo llamaba “el papá más consentidor del mundo”, y Micaela no podía estar más de acuerdo.De todas las personas en el mundo, la que Gaspar más amaba era, sin duda, su hija.Micaela se recargó en el marco de la puerta, perdida en sus recuerdos.Ocho años atrás, Gaspar sufrió un accidente de carro y quedó en coma un año entero en el hospital donde trabajaba el papá de Micaela. Ella, enamorada en secreto, dejó la universidad y lo cuidó día y noche.Cuando Gaspar despertó, aceptó la confesión de Micaela. A pesar de la fuerte oposición de su suegra, se casaron. Un año después, su hija llegó al mundo, y la vida en pareja parecía perfecta.Pero cuando Pilar tenía dos años, los viajes al extranjero de Gaspar se hicieron constantes y la niña empezó, sin razón aparente, a rechazar a su mamá.Tardó dos años en notar que otra mujer había ocupado su lugar en la vida de su hija.Samanta, famosa pianista internacional, reconocida en el mundo del arte, y el gran amor de Gaspar.Ahora, también era la “señorita Samanta” a quien Pilar adoraba y admiraba con todo el corazón.Gaspar nunca le dijo que se arrepentía de haberse casado con ella, pero sus acciones en los últimos años gritaban insatisfacción....Micaela bajó por agua. Al dar vuelta en el pasillo, escuchó a Gaspar hablando por teléfono.—Sí, ya sé, le recordaré que se lave los dientes.—No olvides ponerte la pomada en los dedos. Haz caso al doctor; no seas terca.Micaela curvó los labios en una mueca. Sabía perfectamente que hablaba con Samanta.Samanta siempre le recordaba a Pilar que se lavara los dientes. No era difícil adivinar que esa noche habían cenado juntas y, seguramente, Pilar comió dulces.Era uno de los trucos favoritos de Samanta para ganarse a la niña.Gaspar, en vez de poner límites, se lo permitía todo.—Duerme temprano, no te desveles, ya cuelgo —cerró la llamada y bajó las escaleras.Al girar vio a Micaela. Por un instante, su expresión quedó rígida.—Hoy te toca dormir con Pilar. Tengo una videollamada de trabajo y quizá termine tarde.Miró el calendario y frunció el ceño.—Hoy es ocho.—Cuando termine la reunión, voy a tu cuarto —dijo, y se marchó.El ocho. El día pactado.Una vez, Micaela lloró y se quejó. Gaspar accedió a garantizar que tendrían intimidad cuatro veces al mes, con fechas fijas: uno, ocho, dieciséis y veintiséis. Si estaba en casa, debía cumplir como esposo.—Hoy estoy cansada, mejor otro día —le gritó Micaela a su espalda....Por la noche, Sofía llevó a Pilar ya bañada a la recámara. Micaela tenía listo su cuento favorito.—Pilar, ven, mamá te va a leer una historia —le sonrió.Pilar miró a Sofía.—Señora, quiero mi dinosaurio.—Claro, ahorita te lo traigo —respondió Sofía, saliendo a buscar el juguete.Micaela esperó, paciente. Pilar, con el peluche de dinosaurio entre los brazos, subió a la cama junto a ella. Ese dinosaurio se lo había regalado Samanta en su cumpleaños cuatro, durante un viaje al extranjero. Ahora era su compañero inseparable para dormir.Bajo la luz, la niña, recién bañada, olía a jabón; de pies a cabeza estaba suave y fragante.Micaela no pudo resistir y le dio un beso en la cabecita.Pero Pilar la apartó con la mano.—No quiero que mamá me bese.A Micaela se le encogió el pecho.—¡Pilar!—Nunca estás conmigo, no me compras cosas ricas, tampoco te caigo bien, así que yo tampoco te voy a querer —dijo Pilar, haciendo puchero y abrazando su dinosaurio.La punzada en el corazón de Micaela era casi insoportable. Extendió la mano para acariciarla, para consolarla.Pero Pilar solo se enfadó más. De pronto, llorando a gritos, reclamó:—¡Papá, quiero a papá! ¡Que papá duerma conmigo!Enseguida, Gaspar apareció en la puerta. Pilar corrió hacia él y, apenas la levantó, le preguntó con ternura:—¿Qué pasó, mi cielo?—Quiero dormir contigo, no con mamá —Pilar se acurrucó en su pecho, moviéndose como gatito.Gaspar le acarició el cabello y, soltando una risa baja, dijo:—Pues dormimos los tres juntos.Pilar asintió, feliz.Micaela se hizo a un lado, dejando espacio para ellos. Pilar se metió bajo las cobijas y Gaspar se acostó del otro lado, dejando que la niña quedara entre sus brazos.Su brazo era tan largo que al estirarlo rozó sin querer el hombro de Micaela. Ella se apartó hacia la orilla de la cama, rígida.Pilar hizo un par de ruiditos, y enseguida se quedó dormida en el calor del abrazo de su papá.Micaela cerró los ojos, esperando con paciencia a que Gaspar se fuera.Pasaron unos veinte minutos. Cuando Pilar ya dormía, Gaspar retiró el brazo con cuidado, la arropó bien y se inclinó para darle un beso en la cabeza.Micaela sabía que él solía, por costumbre, besarla también a ella. Así que se dio la vuelta y le dio la espalda.Escuchó los pasos de Gaspar alejándose. Sólo entonces se giró y abrazó a Pilar.La manita de Pilar buscó su mejilla, igual que cuando era chiquita, buscando seguridad. Su carita suave se pegó a su pecho.Micaela apoyó la frente en la de su hija. Era su vida, el regalo más grande que le había dado la vida después de un embarazo difícil.En ese matrimonio, lo único que Micaela quería llevarse era a su hija.Samanta podía quedarse con el puesto de Sra. Ruiz, pero si pretendía quitarle a su hija, eso jamás lo permitiría.Al día siguiente, temprano por la mañana, Micaela se maquilló y, con la pequeña falda favorita de su hija en la mano, esperó a que Pilar despertara.Pilar abrió los ojos y se encontró con el rostro amable de su mamá. Todavía medio dormida, se giró de lado, apoyó la carita en la sábana y se acurrucó como un gatito, tratando de adaptarse a la luz del día.—Pilar, ¿te gustaría ponerte esta falda? —le preguntó Micaela con una sonrisa.Pilar rodó sobre la cama y, al ver el hermoso vestido rosa de princesita, asintió con entusiasmo.—Sí, quiero ponérmela.Micaela vistió y arregló a su hija con esmero, luego la cargó en brazos y bajaron juntas las escaleras. En la sala, Gaspar ya los esperaba sentado en el sillón, con la costumbre de llevar a su hija a la escuela antes de irse a la oficina.—Papá, ¿me veo bonita? —preguntó Pilar, dando una vuelta y dejando que el vestido girara a su alrededor.Gaspar la miró con ternura, sin dudar en responder:—Sí, te ves preciosa.Gaspar la subió en brazos, mientras Micaela tomaba la mochila que Sofía le entregó y salían todos juntos de la casa.La escuela quedaba muy cerca, justo a las afueras del fraccionamiento, era el preescolar privado más caro de Ciudad Arborea.Al llegar, Pilar bajó del carro. Micaela la acompañó hasta la puerta, le acomodó la mochila y le preguntó:—Por la tarde voy a llegar temprano por ti, ¿te parece si hacemos pastel juntas?Pilar asintió feliz y, después de saludar al director y a las maestras, entró al colegio con paso animado.Micaela la vio alejarse con una mirada llena de cariño. Luego, se giró hacia el hombre que seguía en el interior del carro. La luz matinal jugaba con su silueta, y él, como siempre, se veía sereno y atractivo. Sin embargo, sus ojos conservaban ese aire lejano, como una noche de invierno, siempre llenos de una indiferencia que nunca se esfumaba.—Voy a caminar de regreso a casa. Ve tú a la oficina —le dijo Micaela, acercándose a la ventanilla del conductor.Gaspar, al escucharla, apretó los labios. Sus manos largas y huesudas giraron el volante con naturalidad, y el lujoso carro negro se alejó con elegancia entre el tráfico matutino.Micaela lo observó partir. A pesar de llevar tantos años casada con ese hombre, seguía sin comprenderlo.Sabía, y lo había sabido por años, que lo único que él sentía por ella era gratitud, no amor. Era ella, ilusa, quien seguía esperando.Esperando a que algún día él la amara. Y habían pasado ya seis años.Ahora, Micaela no culpaba a nadie, solo a sí misma por elegir mal. Aceptaba las consecuencias de esa elección....Caminó de regreso a casa. Al llegar, Sofía se le acercó:—Señora, ¿qué quiere desayunar hoy?—Prepárame dos huevos cocidos y media mazorca de maíz —respondió Micaela.Sofía se quedó un momento sorprendida, pero fue a la cocina a preparar todo. Le llamó la atención que la mirada de la señora se veía distinta ese día.Parecía más distante que de costumbre. Además, la noche anterior no se había escuchado ningún pleito entre ella y el señor.Normalmente, si el señor se ausentaba durante semanas, la señora terminaba con mal humor. Y más aún, luego de algo tan grave como la hospitalización de su hija para un tratamiento pulmonar, la señora ni siquiera lo había mencionado....Sentada en el estudio del tercer piso, Micaela se sumergió en sus pensamientos. Un mes antes, había subido al escenario del foro médico de Isla Serena como la mejor egresada, atrayendo la atención de decenas de las farmacéuticas más importantes, que le ofrecieron oportunidades tentadoras. Si aceptaba, podía entrar a cualquier laboratorio y recibir inversiones de cientos de millones de pesos.Pero esa faceta exitosa, jamás la había compartido en casa. Para su familia y para los que la rodeaban, Micaela era solo una ama de casa atrapada en una jaula de oro, sin ningún talento especial.Y luego estaba su esposo, Gaspar. A los dieciocho años ya era el asesor financiero estrella de Isla Serena, y a los veintitrés tomó las riendas de la empresa familiar, convirtiéndose en una leyenda del mundo de las inversiones, temido y admirado. En solo cuatro años, se había colocado en el primer lugar de la lista de fortunas nacionales.Capítulo 2Ciudad ArboreaNoche de tormenta.Micaela Arias marcó el número de su esposo, Gaspar Ruiz.La llamada entró, pero nadie contestó.En sus brazos, su hija ardía con fiebre de cuarenta grados, delirando y murmurando sin sentido:—Papá... papá... quiero a papá...Con el corazón apretado, Micaela bajó las escaleras cargando a su hija. Frente a Sofía, la señora que le ayudaba en casa, soltó:—Sofía, vamos al hospital.—¿No sería mejor esperar a que regrese el señor? —preguntó Sofía, con ansiedad.—No hace falta.Hoy era el cumpleaños de la mujer a la que Gaspar realmente amaba. Ella sabía bien que él no volvería a casa esa noche.El dolor en el pecho de Micaela le pesaba más que la lluvia que golpeaba sin piedad las ventanas. Su hija, en brazos, tenía las mejillas encendidas y gemía de malestar, mientras su padre celebraba con otra mujer.En la carretera rumbo al hospital, la lluvia caía como si quisiera tragarse el mundo. Micaela, dominada por la preocupación, apretó el acelerador del carro casi hasta el fondo. De pronto, un carro se le atravesó, rebasando sin precaución. Micaela encendió las luces de emergencia, pero el otro conductor siguió de frente, sin frenar.Con los nervios de punta, giró el volante y el carro se estrelló contra el camellón.Desde el asiento trasero, Sofía abrazó a la niña y soltó un grito ahogado.Por suerte, Micaela alcanzó a frenar. El golpe sólo fue contra uno de los postes de piedra. No hubo un choque fuerte, pero en ese instante, Micaela se quebró. Las lágrimas que había contenido durante años escaparon, desbordándola.Todo el dolor y la tristeza que había guardado la arrasaron en ese momento.Al verla encorvada sobre el volante, sollozando sin poder contenerse, Sofía se llenó de compasión y le gritó con urgencia:—¡Señora, señora! ¡Todavía tenemos que llegar al hospital! Pilar está más caliente.Fue hasta entonces que Micaela reaccionó. Recordó a su hija y, después de retroceder el carro, volvió a tomar rumbo al hospital.Al llegar, bajó del carro con Pilar en brazos. A la hora de sacarle sangre para analizarla, la niña se resistía, forcejeando, y Micaela tuvo que sujetarle la mano con fuerza. Los gritos de Pilar le partían el alma.El diagnóstico fue devastador: una infección viral múltiple, al menos siete virus diferentes atacando el cuerpo de su hija. El estudio de tórax mostraba que ambos pulmones estaban gravemente comprometidos.—La situación de la niña es muy delicada. Recomendamos hacerle un lavado pulmonar —informó el doctor, con gesto severo.Sofía, temblando, preguntó:—¿Cómo es posible? ¿Tan pequeña y ya un lavado pulmonar?Micaela tomó el estudio de las manos del médico, revisándolo con atención. El doctor, sorprendido, le preguntó:—¿Usted entiende lo que está viendo?Micaela asintió, sin dudar:—Doctor, cuando mi hija baje la fiebre, por favor programe el lavado pulmonar.Sofía, nerviosa, le susurró:—Señora... ¿no sería mejor consultarlo con el señor primero?Micaela miró a su hija, acariciando su frente ardiente. Su voz salió firme:—No hace falta.En ese momento, quedó claro que había tomado una decisión definitiva....Tres días después.Micaela velaba a su hija, recién salida del lavado pulmonar. Pilar dormía, pálida y débil, cuando el celular de Micaela vibró con un mensaje:[¿Pasa algo?]Solo esas palabras, llenas de superioridad.Micaela dejó el celular a un lado. Ni siquiera respondió.En la sala de agua, Sofía atendía una llamada en su propio celular:—¿Bueno? Señor.—¿Pasó algo en casa?Sofía vaciló:—No... no pasó nada, señor. ¿Está usted en el país?—Sí.—Bueno, usted tranquilo, aquí todo está bien. No se preocupe.Cuando colgó, Sofía murmuró para sí, inquieta. ¿Por qué la señora no quería que informara al señor de lo que había pasado estos días? ¡Si el señor estaba en el país!Micaela apretó la mano de su hija. Con los ojos rojos de tanto desvelo, por fin los cerró unos segundos. Pero no podía dormir. Pilar, sumida en una pesadilla, agitó sus manitas:—Papá... señorita Samanta, tengo miedo... tengo miedo...Micaela tomó su mano y le susurró:—Aquí está mamá.Pilar despertó asustada. Al ver a Micaela, se volteó dando la espalda, ofendida:—No quiero a mamá, quiero a la señorita Samanta.Micaela soportó las lágrimas, acariciando suavemente la espalda de su hija, ayudándola a dormir otra vez....Al séptimo día, Micaela llevó a Pilar de regreso a casa. Su cuerpo no aguantó y terminó enfermando también.Le pidió a Sofía que cuidara un rato a su hija y subió a dormir una hora.Cuando bajó, algo en el ambiente estaba raro. Sofía, nerviosa, le informó:—Señora, qué bueno que ya despertó. El señor vino hace un rato y se llevó a Pilar a cenar afuera.Micaela sintió un nudo en la garganta. Sin decir palabra, se dio la vuelta y subió a su habitación.Desde abajo, Sofía suspiró. Teniendo esposo, ¿por qué la señora tenía que vivir así de desgastada?...Micaela tomó su celular y marcó a Gaspar.Esta vez sí contestaron.Una voz femenina, entre risas, dijo al otro lado:—Gaspar llevó a Pilar al baño. ¿Necesitas algo?El aire se le fue de golpe. Micaela apretó los labios y colgó.Cerró los ojos. Recordó cómo, años antes, se había casado con Gaspar a pesar de la oposición de su padre, incluso abandonando sus estudios. Pero después de todo, él solo la había hecho perderlo todo.Recordaba la pregunta de su padre el día de la boda: “¿No te vas a arrepentir?”Ella, sonriente, le contestó:—Papá, no te preocupes. No me voy a arrepentir.Con esa determinación, dejó atrás sus sueños y entró de lleno al matrimonio.Dos años atrás, Micaela descubrió que su hija hablaba a escondidas con Samanta Guzmán, la verdadera pareja de Gaspar, y que entre ellas había una relación como de madre e hija.Ese día, camino al hospital con Pilar, Micaela lo entendió todo.Se arrepentía. Ya era momento de terminar esa farsa. No se puede construir un hogar con alguien que no te ama.Decidió que, de ahora en adelante, iba a amarse a sí misma.El celular sonó con una notificación: un correo nuevo.Micaela subió al estudio en el tercer piso, prendió la computadora y abrió el mensaje.El remitente era el laboratorio de la universidad médica más prestigiosa del mundo.Cerró los ojos y murmuró:—Papá, tenías razón. Gracias por dejarme una salida.En su mente resonaban las últimas palabras de su padre antes de morir:“No permitas que mi hija desperdicie su vida. Quiero que seas mi orgullo, incluso casada, jamás dejes de aprender ni de luchar.”Durante seis años, Micaela había persistido, cumpliendo la promesa a su padre, en secreto, sin que nadie lo supiera.Ocho de la noche.Gaspar entró a la casa sujetando de la mano a su hija. Micaela miró a Pilar, que saltaba contenta con sus dos trencitas, y notó que ahora traía un peluche nuevo: un conejito blanco y rosa.Apenas Micaela se acercó para abrazarla, Pilar estiró sus manitas, la empujó y, haciendo un puchero, le soltó:—¡Hmpf, no quiero que mamá me abrace!La mano de Micaela quedó suspendida en el aire. En ese momento, una figura alta se agachó y la llamó con dulzura.—Pilar.La niña apretó los labios y, con los ojos llenos de lágrimas, se escondió en el brazo de su papá.A Micaela se le apretó el corazón. Su hija, de apenas cinco años, había sido influenciada por Samanta durante tres años. Era su culpa, no podía echarle la culpa a Pilar.Sintió un nudo en la garganta y, volviendo hacia Sofía, dijo:—Sofía, en un rato ayúdale a Pilar a bañarse.—Claro, señora —asintió Sofía.Apenas Micaela se alejó, la sala se llenó de la risa alegre de su hija y la voz profunda y cariñosa de Gaspar.La prensa lo llamaba “el papá más consentidor del mundo”, y Micaela no podía estar más de acuerdo.De todas las personas en el mundo, la que Gaspar más amaba era, sin duda, su hija.Micaela se recargó en el marco de la puerta, perdida en sus recuerdos.Ocho años atrás, Gaspar sufrió un accidente de carro y quedó en coma un año entero en el hospital donde trabajaba el papá de Micaela. Ella, enamorada en secreto, dejó la universidad y lo cuidó día y noche.Cuando Gaspar despertó, aceptó la confesión de Micaela. A pesar de la fuerte oposición de su suegra, se casaron. Un año después, su hija llegó al mundo, y la vida en pareja parecía perfecta.Pero cuando Pilar tenía dos años, los viajes al extranjero de Gaspar se hicieron constantes y la niña empezó, sin razón aparente, a rechazar a su mamá.Tardó dos años en notar que otra mujer había ocupado su lugar en la vida de su hija.Samanta, famosa pianista internacional, reconocida en el mundo del arte, y el gran amor de Gaspar.Ahora, también era la “señorita Samanta” a quien Pilar adoraba y admiraba con todo el corazón.Gaspar nunca le dijo que se arrepentía de haberse casado con ella, pero sus acciones en los últimos años gritaban insatisfacción....Micaela bajó por agua. Al dar vuelta en el pasillo, escuchó a Gaspar hablando por teléfono.—Sí, ya sé, le recordaré que se lave los dientes.—No olvides ponerte la pomada en los dedos. Haz caso al doctor; no seas terca.Micaela curvó los labios en una mueca. Sabía perfectamente que hablaba con Samanta.Samanta siempre le recordaba a Pilar que se lavara los dientes. No era difícil adivinar que esa noche habían cenado juntas y, seguramente, Pilar comió dulces.Era uno de los trucos favoritos de Samanta para ganarse a la niña.Gaspar, en vez de poner límites, se lo permitía todo.—Duerme temprano, no te desveles, ya cuelgo —cerró la llamada y bajó las escaleras.Al girar vio a Micaela. Por un instante, su expresión quedó rígida.—Hoy te toca dormir con Pilar. Tengo una videollamada de trabajo y quizá termine tarde.Miró el calendario y frunció el ceño.—Hoy es ocho.—Cuando termine la reunión, voy a tu cuarto —dijo, y se marchó.El ocho. El día pactado.Una vez, Micaela lloró y se quejó. Gaspar accedió a garantizar que tendrían intimidad cuatro veces al mes, con fechas fijas: uno, ocho, dieciséis y veintiséis. Si estaba en casa, debía cumplir como esposo.—Hoy estoy cansada, mejor otro día —le gritó Micaela a su espalda....Por la noche, Sofía llevó a Pilar ya bañada a la recámara. Micaela tenía listo su cuento favorito.—Pilar, ven, mamá te va a leer una historia —le sonrió.Pilar miró a Sofía.—Señora, quiero mi dinosaurio.—Claro, ahorita te lo traigo —respondió Sofía, saliendo a buscar el juguete.Micaela esperó, paciente. Pilar, con el peluche de dinosaurio entre los brazos, subió a la cama junto a ella. Ese dinosaurio se lo había regalado Samanta en su cumpleaños cuatro, durante un viaje al extranjero. Ahora era su compañero inseparable para dormir.Bajo la luz, la niña, recién bañada, olía a jabón; de pies a cabeza estaba suave y fragante.Micaela no pudo resistir y le dio un beso en la cabecita.Pero Pilar la apartó con la mano.—No quiero que mamá me bese.A Micaela se le encogió el pecho.—¡Pilar!—Nunca estás conmigo, no me compras cosas ricas, tampoco te caigo bien, así que yo tampoco te voy a querer —dijo Pilar, haciendo puchero y abrazando su dinosaurio.La punzada en el corazón de Micaela era casi insoportable. Extendió la mano para acariciarla, para consolarla.Pero Pilar solo se enfadó más. De pronto, llorando a gritos, reclamó:—¡Papá, quiero a papá! ¡Que papá duerma conmigo!Enseguida, Gaspar apareció en la puerta. Pilar corrió hacia él y, apenas la levantó, le preguntó con ternura:—¿Qué pasó, mi cielo?—Quiero dormir contigo, no con mamá —Pilar se acurrucó en su pecho, moviéndose como gatito.Gaspar le acarició el cabello y, soltando una risa baja, dijo:—Pues dormimos los tres juntos.Pilar asintió, feliz.Micaela se hizo a un lado, dejando espacio para ellos. Pilar se metió bajo las cobijas y Gaspar se acostó del otro lado, dejando que la niña quedara entre sus brazos.Su brazo era tan largo que al estirarlo rozó sin querer el hombro de Micaela. Ella se apartó hacia la orilla de la cama, rígida.Pilar hizo un par de ruiditos, y enseguida se quedó dormida en el calor del abrazo de su papá.Micaela cerró los ojos, esperando con paciencia a que Gaspar se fuera.Pasaron unos veinte minutos. Cuando Pilar ya dormía, Gaspar retiró el brazo con cuidado, la arropó bien y se inclinó para darle un beso en la cabeza.Micaela sabía que él solía, por costumbre, besarla también a ella. Así que se dio la vuelta y le dio la espalda.Escuchó los pasos de Gaspar alejándose. Sólo entonces se giró y abrazó a Pilar.La manita de Pilar buscó su mejilla, igual que cuando era chiquita, buscando seguridad. Su carita suave se pegó a su pecho.Micaela apoyó la frente en la de su hija. Era su vida, el regalo más grande que le había dado la vida después de un embarazo difícil.En ese matrimonio, lo único que Micaela quería llevarse era a su hija.Samanta podía quedarse con el puesto de Sra. Ruiz, pero si pretendía quitarle a su hija, eso jamás lo permitiría.Al día siguiente, temprano por la mañana, Micaela se maquilló y, con la pequeña falda favorita de su hija en la mano, esperó a que Pilar despertara.Pilar abrió los ojos y se encontró con el rostro amable de su mamá. Todavía medio dormida, se giró de lado, apoyó la carita en la sábana y se acurrucó como un gatito, tratando de adaptarse a la luz del día.—Pilar, ¿te gustaría ponerte esta falda? —le preguntó Micaela con una sonrisa.Pilar rodó sobre la cama y, al ver el hermoso vestido rosa de princesita, asintió con entusiasmo.—Sí, quiero ponérmela.Micaela vistió y arregló a su hija con esmero, luego la cargó en brazos y bajaron juntas las escaleras. En la sala, Gaspar ya los esperaba sentado en el sillón, con la costumbre de llevar a su hija a la escuela antes de irse a la oficina.—Papá, ¿me veo bonita? —preguntó Pilar, dando una vuelta y dejando que el vestido girara a su alrededor.Gaspar la miró con ternura, sin dudar en responder:—Sí, te ves preciosa.Gaspar la subió en brazos, mientras Micaela tomaba la mochila que Sofía le entregó y salían todos juntos de la casa.La escuela quedaba muy cerca, justo a las afueras del fraccionamiento, era el preescolar privado más caro de Ciudad Arborea.Al llegar, Pilar bajó del carro. Micaela la acompañó hasta la puerta, le acomodó la mochila y le preguntó:—Por la tarde voy a llegar temprano por ti, ¿te parece si hacemos pastel juntas?Pilar asintió feliz y, después de saludar al director y a las maestras, entró al colegio con paso animado.Micaela la vio alejarse con una mirada llena de cariño. Luego, se giró hacia el hombre que seguía en el interior del carro. La luz matinal jugaba con su silueta, y él, como siempre, se veía sereno y atractivo. Sin embargo, sus ojos conservaban ese aire lejano, como una noche de invierno, siempre llenos de una indiferencia que nunca se esfumaba.—Voy a caminar de regreso a casa. Ve tú a la oficina —le dijo Micaela, acercándose a la ventanilla del conductor.Gaspar, al escucharla, apretó los labios. Sus manos largas y huesudas giraron el volante con naturalidad, y el lujoso carro negro se alejó con elegancia entre el tráfico matutino.Micaela lo observó partir. A pesar de llevar tantos años casada con ese hombre, seguía sin comprenderlo.Sabía, y lo había sabido por años, que lo único que él sentía por ella era gratitud, no amor. Era ella, ilusa, quien seguía esperando.Esperando a que algún día él la amara. Y habían pasado ya seis años.Ahora, Micaela no culpaba a nadie, solo a sí misma por elegir mal. Aceptaba las consecuencias de esa elección....Caminó de regreso a casa. Al llegar, Sofía se le acercó:—Señora, ¿qué quiere desayunar hoy?—Prepárame dos huevos cocidos y media mazorca de maíz —respondió Micaela.Sofía se quedó un momento sorprendida, pero fue a la cocina a preparar todo. Le llamó la atención que la mirada de la señora se veía distinta ese día.Parecía más distante que de costumbre. Además, la noche anterior no se había escuchado ningún pleito entre ella y el señor.Normalmente, si el señor se ausentaba durante semanas, la señora terminaba con mal humor. Y más aún, luego de algo tan grave como la hospitalización de su hija para un tratamiento pulmonar, la señora ni siquiera lo había mencionado....Sentada en el estudio del tercer piso, Micaela se sumergió en sus pensamientos. Un mes antes, había subido al escenario del foro médico de Isla Serena como la mejor egresada, atrayendo la atención de decenas de las farmacéuticas más importantes, que le ofrecieron oportunidades tentadoras. Si aceptaba, podía entrar a cualquier laboratorio y recibir inversiones de cientos de millones de pesos.Pero esa faceta exitosa, jamás la había compartido en casa. Para su familia y para los que la rodeaban, Micaela era solo una ama de casa atrapada en una jaula de oro, sin ningún talento especial.Y luego estaba su esposo, Gaspar. A los dieciocho años ya era el asesor financiero estrella de Isla Serena, y a los veintitrés tomó las riendas de la empresa familiar, convirtiéndose en una leyenda del mundo de las inversiones, temido y admirado. En solo cuatro años, se había colocado en el primer lugar de la lista de fortunas nacionales.Capítulo 3Ciudad ArboreaNoche de tormenta.Micaela Arias marcó el número de su esposo, Gaspar Ruiz.La llamada entró, pero nadie contestó.En sus brazos, su hija ardía con fiebre de cuarenta grados, delirando y murmurando sin sentido:—Papá... papá... quiero a papá...Con el corazón apretado, Micaela bajó las escaleras cargando a su hija. Frente a Sofía, la señora que le ayudaba en casa, soltó:—Sofía, vamos al hospital.—¿No sería mejor esperar a que regrese el señor? —preguntó Sofía, con ansiedad.—No hace falta.Hoy era el cumpleaños de la mujer a la que Gaspar realmente amaba. Ella sabía bien que él no volvería a casa esa noche.El dolor en el pecho de Micaela le pesaba más que la lluvia que golpeaba sin piedad las ventanas. Su hija, en brazos, tenía las mejillas encendidas y gemía de malestar, mientras su padre celebraba con otra mujer.En la carretera rumbo al hospital, la lluvia caía como si quisiera tragarse el mundo. Micaela, dominada por la preocupación, apretó el acelerador del carro casi hasta el fondo. De pronto, un carro se le atravesó, rebasando sin precaución. Micaela encendió las luces de emergencia, pero el otro conductor siguió de frente, sin frenar.Con los nervios de punta, giró el volante y el carro se estrelló contra el camellón.Desde el asiento trasero, Sofía abrazó a la niña y soltó un grito ahogado.Por suerte, Micaela alcanzó a frenar. El golpe sólo fue contra uno de los postes de piedra. No hubo un choque fuerte, pero en ese instante, Micaela se quebró. Las lágrimas que había contenido durante años escaparon, desbordándola.Todo el dolor y la tristeza que había guardado la arrasaron en ese momento.Al verla encorvada sobre el volante, sollozando sin poder contenerse, Sofía se llenó de compasión y le gritó con urgencia:—¡Señora, señora! ¡Todavía tenemos que llegar al hospital! Pilar está más caliente.Fue hasta entonces que Micaela reaccionó. Recordó a su hija y, después de retroceder el carro, volvió a tomar rumbo al hospital.Al llegar, bajó del carro con Pilar en brazos. A la hora de sacarle sangre para analizarla, la niña se resistía, forcejeando, y Micaela tuvo que sujetarle la mano con fuerza. Los gritos de Pilar le partían el alma.El diagnóstico fue devastador: una infección viral múltiple, al menos siete virus diferentes atacando el cuerpo de su hija. El estudio de tórax mostraba que ambos pulmones estaban gravemente comprometidos.—La situación de la niña es muy delicada. Recomendamos hacerle un lavado pulmonar —informó el doctor, con gesto severo.Sofía, temblando, preguntó:—¿Cómo es posible? ¿Tan pequeña y ya un lavado pulmonar?Micaela tomó el estudio de las manos del médico, revisándolo con atención. El doctor, sorprendido, le preguntó:—¿Usted entiende lo que está viendo?Micaela asintió, sin dudar:—Doctor, cuando mi hija baje la fiebre, por favor programe el lavado pulmonar.Sofía, nerviosa, le susurró:—Señora... ¿no sería mejor consultarlo con el señor primero?Micaela miró a su hija, acariciando su frente ardiente. Su voz salió firme:—No hace falta.En ese momento, quedó claro que había tomado una decisión definitiva....Tres días después.Micaela velaba a su hija, recién salida del lavado pulmonar. Pilar dormía, pálida y débil, cuando el celular de Micaela vibró con un mensaje:[¿Pasa algo?]Solo esas palabras, llenas de superioridad.Micaela dejó el celular a un lado. Ni siquiera respondió.En la sala de agua, Sofía atendía una llamada en su propio celular:—¿Bueno? Señor.—¿Pasó algo en casa?Sofía vaciló:—No... no pasó nada, señor. ¿Está usted en el país?—Sí.—Bueno, usted tranquilo, aquí todo está bien. No se preocupe.Cuando colgó, Sofía murmuró para sí, inquieta. ¿Por qué la señora no quería que informara al señor de lo que había pasado estos días? ¡Si el señor estaba en el país!Micaela apretó la mano de su hija. Con los ojos rojos de tanto desvelo, por fin los cerró unos segundos. Pero no podía dormir. Pilar, sumida en una pesadilla, agitó sus manitas:—Papá... señorita Samanta, tengo miedo... tengo miedo...Micaela tomó su mano y le susurró:—Aquí está mamá.Pilar despertó asustada. Al ver a Micaela, se volteó dando la espalda, ofendida:—No quiero a mamá, quiero a la señorita Samanta.Micaela soportó las lágrimas, acariciando suavemente la espalda de su hija, ayudándola a dormir otra vez....Al séptimo día, Micaela llevó a Pilar de regreso a casa. Su cuerpo no aguantó y terminó enfermando también.Le pidió a Sofía que cuidara un rato a su hija y subió a dormir una hora.Cuando bajó, algo en el ambiente estaba raro. Sofía, nerviosa, le informó:—Señora, qué bueno que ya despertó. El señor vino hace un rato y se llevó a Pilar a cenar afuera.Micaela sintió un nudo en la garganta. Sin decir palabra, se dio la vuelta y subió a su habitación.Desde abajo, Sofía suspiró. Teniendo esposo, ¿por qué la señora tenía que vivir así de desgastada?...Micaela tomó su celular y marcó a Gaspar.Esta vez sí contestaron.Una voz femenina, entre risas, dijo al otro lado:—Gaspar llevó a Pilar al baño. ¿Necesitas algo?El aire se le fue de golpe. Micaela apretó los labios y colgó.Cerró los ojos. Recordó cómo, años antes, se había casado con Gaspar a pesar de la oposición de su padre, incluso abandonando sus estudios. Pero después de todo, él solo la había hecho perderlo todo.Recordaba la pregunta de su padre el día de la boda: “¿No te vas a arrepentir?”Ella, sonriente, le contestó:—Papá, no te preocupes. No me voy a arrepentir.Con esa determinación, dejó atrás sus sueños y entró de lleno al matrimonio.Dos años atrás, Micaela descubrió que su hija hablaba a escondidas con Samanta Guzmán, la verdadera pareja de Gaspar, y que entre ellas había una relación como de madre e hija.Ese día, camino al hospital con Pilar, Micaela lo entendió todo.Se arrepentía. Ya era momento de terminar esa farsa. No se puede construir un hogar con alguien que no te ama.Decidió que, de ahora en adelante, iba a amarse a sí misma.El celular sonó con una notificación: un correo nuevo.Micaela subió al estudio en el tercer piso, prendió la computadora y abrió el mensaje.El remitente era el laboratorio de la universidad médica más prestigiosa del mundo.Cerró los ojos y murmuró:—Papá, tenías razón. Gracias por dejarme una salida.En su mente resonaban las últimas palabras de su padre antes de morir:“No permitas que mi hija desperdicie su vida. Quiero que seas mi orgullo, incluso casada, jamás dejes de aprender ni de luchar.”Durante seis años, Micaela había persistido, cumpliendo la promesa a su padre, en secreto, sin que nadie lo supiera.Ocho de la noche.Gaspar entró a la casa sujetando de la mano a su hija. Micaela miró a Pilar, que saltaba contenta con sus dos trencitas, y notó que ahora traía un peluche nuevo: un conejito blanco y rosa.Apenas Micaela se acercó para abrazarla, Pilar estiró sus manitas, la empujó y, haciendo un puchero, le soltó:—¡Hmpf, no quiero que mamá me abrace!La mano de Micaela quedó suspendida en el aire. En ese momento, una figura alta se agachó y la llamó con dulzura.—Pilar.La niña apretó los labios y, con los ojos llenos de lágrimas, se escondió en el brazo de su papá.A Micaela se le apretó el corazón. Su hija, de apenas cinco años, había sido influenciada por Samanta durante tres años. Era su culpa, no podía echarle la culpa a Pilar.Sintió un nudo en la garganta y, volviendo hacia Sofía, dijo:—Sofía, en un rato ayúdale a Pilar a bañarse.—Claro, señora —asintió Sofía.Apenas Micaela se alejó, la sala se llenó de la risa alegre de su hija y la voz profunda y cariñosa de Gaspar.La prensa lo llamaba “el papá más consentidor del mundo”, y Micaela no podía estar más de acuerdo.De todas las personas en el mundo, la que Gaspar más amaba era, sin duda, su hija.Micaela se recargó en el marco de la puerta, perdida en sus recuerdos.Ocho años atrás, Gaspar sufrió un accidente de carro y quedó en coma un año entero en el hospital donde trabajaba el papá de Micaela. Ella, enamorada en secreto, dejó la universidad y lo cuidó día y noche.Cuando Gaspar despertó, aceptó la confesión de Micaela. A pesar de la fuerte oposición de su suegra, se casaron. Un año después, su hija llegó al mundo, y la vida en pareja parecía perfecta.Pero cuando Pilar tenía dos años, los viajes al extranjero de Gaspar se hicieron constantes y la niña empezó, sin razón aparente, a rechazar a su mamá.Tardó dos años en notar que otra mujer había ocupado su lugar en la vida de su hija.Samanta, famosa pianista internacional, reconocida en el mundo del arte, y el gran amor de Gaspar.Ahora, también era la “señorita Samanta” a quien Pilar adoraba y admiraba con todo el corazón.Gaspar nunca le dijo que se arrepentía de haberse casado con ella, pero sus acciones en los últimos años gritaban insatisfacción....Micaela bajó por agua. Al dar vuelta en el pasillo, escuchó a Gaspar hablando por teléfono.—Sí, ya sé, le recordaré que se lave los dientes.—No olvides ponerte la pomada en los dedos. Haz caso al doctor; no seas terca.Micaela curvó los labios en una mueca. Sabía perfectamente que hablaba con Samanta.Samanta siempre le recordaba a Pilar que se lavara los dientes. No era difícil adivinar que esa noche habían cenado juntas y, seguramente, Pilar comió dulces.Era uno de los trucos favoritos de Samanta para ganarse a la niña.Gaspar, en vez de poner límites, se lo permitía todo.—Duerme temprano, no te desveles, ya cuelgo —cerró la llamada y bajó las escaleras.Al girar vio a Micaela. Por un instante, su expresión quedó rígida.—Hoy te toca dormir con Pilar. Tengo una videollamada de trabajo y quizá termine tarde.Miró el calendario y frunció el ceño.—Hoy es ocho.—Cuando termine la reunión, voy a tu cuarto —dijo, y se marchó.El ocho. El día pactado.Una vez, Micaela lloró y se quejó. Gaspar accedió a garantizar que tendrían intimidad cuatro veces al mes, con fechas fijas: uno, ocho, dieciséis y veintiséis. Si estaba en casa, debía cumplir como esposo.—Hoy estoy cansada, mejor otro día —le gritó Micaela a su espalda....Por la noche, Sofía llevó a Pilar ya bañada a la recámara. Micaela tenía listo su cuento favorito.—Pilar, ven, mamá te va a leer una historia —le sonrió.Pilar miró a Sofía.—Señora, quiero mi dinosaurio.—Claro, ahorita te lo traigo —respondió Sofía, saliendo a buscar el juguete.Micaela esperó, paciente. Pilar, con el peluche de dinosaurio entre los brazos, subió a la cama junto a ella. Ese dinosaurio se lo había regalado Samanta en su cumpleaños cuatro, durante un viaje al extranjero. Ahora era su compañero inseparable para dormir.Bajo la luz, la niña, recién bañada, olía a jabón; de pies a cabeza estaba suave y fragante.Micaela no pudo resistir y le dio un beso en la cabecita.Pero Pilar la apartó con la mano.—No quiero que mamá me bese.A Micaela se le encogió el pecho.—¡Pilar!—Nunca estás conmigo, no me compras cosas ricas, tampoco te caigo bien, así que yo tampoco te voy a querer —dijo Pilar, haciendo puchero y abrazando su dinosaurio.La punzada en el corazón de Micaela era casi insoportable. Extendió la mano para acariciarla, para consolarla.Pero Pilar solo se enfadó más. De pronto, llorando a gritos, reclamó:—¡Papá, quiero a papá! ¡Que papá duerma conmigo!Enseguida, Gaspar apareció en la puerta. Pilar corrió hacia él y, apenas la levantó, le preguntó con ternura:—¿Qué pasó, mi cielo?—Quiero dormir contigo, no con mamá —Pilar se acurrucó en su pecho, moviéndose como gatito.Gaspar le acarició el cabello y, soltando una risa baja, dijo:—Pues dormimos los tres juntos.Pilar asintió, feliz.Micaela se hizo a un lado, dejando espacio para ellos. Pilar se metió bajo las cobijas y Gaspar se acostó del otro lado, dejando que la niña quedara entre sus brazos.Su brazo era tan largo que al estirarlo rozó sin querer el hombro de Micaela. Ella se apartó hacia la orilla de la cama, rígida.Pilar hizo un par de ruiditos, y enseguida se quedó dormida en el calor del abrazo de su papá.Micaela cerró los ojos, esperando con paciencia a que Gaspar se fuera.Pasaron unos veinte minutos. Cuando Pilar ya dormía, Gaspar retiró el brazo con cuidado, la arropó bien y se inclinó para darle un beso en la cabeza.Micaela sabía que él solía, por costumbre, besarla también a ella. Así que se dio la vuelta y le dio la espalda.Escuchó los pasos de Gaspar alejándose. Sólo entonces se giró y abrazó a Pilar.La manita de Pilar buscó su mejilla, igual que cuando era chiquita, buscando seguridad. Su carita suave se pegó a su pecho.Micaela apoyó la frente en la de su hija. Era su vida, el regalo más grande que le había dado la vida después de un embarazo difícil.En ese matrimonio, lo único que Micaela quería llevarse era a su hija.Samanta podía quedarse con el puesto de Sra. Ruiz, pero si pretendía quitarle a su hija, eso jamás lo permitiría.Al día siguiente, temprano por la mañana, Micaela se maquilló y, con la pequeña falda favorita de su hija en la mano, esperó a que Pilar despertara.Pilar abrió los ojos y se encontró con el rostro amable de su mamá. Todavía medio dormida, se giró de lado, apoyó la carita en la sábana y se acurrucó como un gatito, tratando de adaptarse a la luz del día.—Pilar, ¿te gustaría ponerte esta falda? —le preguntó Micaela con una sonrisa.Pilar rodó sobre la cama y, al ver el hermoso vestido rosa de princesita, asintió con entusiasmo.—Sí, quiero ponérmela.Micaela vistió y arregló a su hija con esmero, luego la cargó en brazos y bajaron juntas las escaleras. En la sala, Gaspar ya los esperaba sentado en el sillón, con la costumbre de llevar a su hija a la escuela antes de irse a la oficina.—Papá, ¿me veo bonita? —preguntó Pilar, dando una vuelta y dejando que el vestido girara a su alrededor.Gaspar la miró con ternura, sin dudar en responder:—Sí, te ves preciosa.Gaspar la subió en brazos, mientras Micaela tomaba la mochila que Sofía le entregó y salían todos juntos de la casa.La escuela quedaba muy cerca, justo a las afueras del fraccionamiento, era el preescolar privado más caro de Ciudad Arborea.Al llegar, Pilar bajó del carro. Micaela la acompañó hasta la puerta, le acomodó la mochila y le preguntó:—Por la tarde voy a llegar temprano por ti, ¿te parece si hacemos pastel juntas?Pilar asintió feliz y, después de saludar al director y a las maestras, entró al colegio con paso animado.Micaela la vio alejarse con una mirada llena de cariño. Luego, se giró hacia el hombre que seguía en el interior del carro. La luz matinal jugaba con su silueta, y él, como siempre, se veía sereno y atractivo. Sin embargo, sus ojos conservaban ese aire lejano, como una noche de invierno, siempre llenos de una indiferencia que nunca se esfumaba.—Voy a caminar de regreso a casa. Ve tú a la oficina —le dijo Micaela, acercándose a la ventanilla del conductor.Gaspar, al escucharla, apretó los labios. Sus manos largas y huesudas giraron el volante con naturalidad, y el lujoso carro negro se alejó con elegancia entre el tráfico matutino.Micaela lo observó partir. A pesar de llevar tantos años casada con ese hombre, seguía sin comprenderlo.Sabía, y lo había sabido por años, que lo único que él sentía por ella era gratitud, no amor. Era ella, ilusa, quien seguía esperando.Esperando a que algún día él la amara. Y habían pasado ya seis años.Ahora, Micaela no culpaba a nadie, solo a sí misma por elegir mal. Aceptaba las consecuencias de esa elección....Caminó de regreso a casa. Al llegar, Sofía se le acercó:—Señora, ¿qué quiere desayunar hoy?—Prepárame dos huevos cocidos y media mazorca de maíz —respondió Micaela.Sofía se quedó un momento sorprendida, pero fue a la cocina a preparar todo. Le llamó la atención que la mirada de la señora se veía distinta ese día.Parecía más distante que de costumbre. Además, la noche anterior no se había escuchado ningún pleito entre ella y el señor.Normalmente, si el señor se ausentaba durante semanas, la señora terminaba con mal humor. Y más aún, luego de algo tan grave como la hospitalización de su hija para un tratamiento pulmonar, la señora ni siquiera lo había mencionado....Sentada en el estudio del tercer piso, Micaela se sumergió en sus pensamientos. Un mes antes, había subido al escenario del foro médico de Isla Serena como la mejor egresada, atrayendo la atención de decenas de las farmacéuticas más importantes, que le ofrecieron oportunidades tentadoras. Si aceptaba, podía entrar a cualquier laboratorio y recibir inversiones de cientos de millones de pesos.Pero esa faceta exitosa, jamás la había compartido en casa. Para su familia y para los que la rodeaban, Micaela era solo una ama de casa atrapada en una jaula de oro, sin ningún talento especial.Y luego estaba su esposo, Gaspar. A los dieciocho años ya era el asesor financiero estrella de Isla Serena, y a los veintitrés tomó las riendas de la empresa familiar, convirtiéndose en una leyenda del mundo de las inversiones, temido y admirado. En solo cuatro años, se había colocado en el primer lugar de la lista de fortunas nacionales.

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