Capítulo 1Sofía Rojas salió de la prisión justo cuando el viento helado la golpeó de frente.Se apresuró a rodear con los brazos el bulto que llevaba pegado al pecho.Solo cuando el viento se calmó, se animó a levantar con cuidado una esquina de la manta para mirar a la pequeña que dormía entre sus brazos. El rostro de la bebé, suave y sonrosado, brillaba como una flor recién abierta.—Eh… ah… eh… —La niña hacía burbujas con la boca, y sus ojitos, grandes como uvas, parpadeaban curiosos mientras miraban a su madre.—Tranquila, Bea, aquí estoy —le susurró Sofía con ternura, acariciando la cabecita de la bebé.Bea, con solo seis meses de vida, no lloraba ni protestaba. Mientras estuviera en los brazos de su madre, el mundo alrededor podía derrumbarse y ella seguiría sintiéndose segura y resguardada.A lo lejos, un autobús urbano frenó chirriando.Sofía aseguró bien a Bea, rebuscó en el bolsillo y entregó dos monedas al conductor antes de buscar un asiento vacío en la parte trasera del autobús....En ese mismo momento, un Bentley edición limitada se detuvo frente a la entrada principal de la prisión.En la parte trasera del carro, un hombre de facciones marcadas y mirada implacable permanecía con los ojos entrecerrados, como si el sueño aún lo jalara de regreso.Cuando abrió los ojos, la fuerza de su mirada llenó el ambiente de una tensión gélida, casi asfixiante. Santiago Cárdenas observó, inexpresivo, la entrada de la “Prisión Central de Olivetto”, cuyas letras doradas brillaban sobre el viejo muro de piedra.Santiago apenas le dedicó una mirada, luego revisó su reloj con impaciencia.—¿Por qué tarda tanto en salir?Su voz, tan seca como la lluvia que golpea el suelo sin compasión, rompió la quietud del carro.El chofer, sentado adelante, se apresuró a responder.—Quizá aún no terminan los trámites de salida, señor… eso debe haber retrasado todo.Se detuvo un momento, dudando si debía continuar, pero finalmente se animó:—No se preocupe, hoy es el día en que la señora cumple su condena. Estoy seguro de que si la señora supiera que vino usted en persona, estaría feliz.—¿Ah, sí? —Santiago bajó la mirada, ocultando el brillo amenazante de sus ojos.—Hace año y medio, cuando se alió con la familia Garza para vender los secretos del Grupo Cárdenas, ¿acaso pensó que terminaría así? En vez de ser la señora Cárdenas, prefirió convertirse en espía empresarial… Fue su decisión.Apretó los labios y el ambiente dentro del carro se volvió aún más denso.—Quiero ver si después de todo esto, todavía tiene la cara para mirarme de frente.El chofer sintió el sudor frío resbalando por su cuello. Decidió bajar un poco la ventanilla para dejar entrar algo de aire y alivianar la tensión.De pronto, notó el autobús que arrancaba a su lado.—¡Ah, caray…! —exclamó sorprendido—. ¿No es esa… la señora…?Desde el asiento trasero, Santiago se frotó la frente, cansado. Había pasado la noche en reuniones internacionales, trabajando hasta altas horas de la madrugada. Apenas podía mantenerse despierto.—¿Qué? ¿A quién viste? —preguntó sin abrir los ojos.—Perdón, señor, creo que me equivoqué —balbuceó el chofer, viendo cómo el autobús se alejaba—. Por un momento pensé que la señora ya había salido…Pero solo era una mujer con un bebé en brazos.La señora, cuando entró a prisión, apenas tenía veintidós años. Su matrimonio con el señor era tan distante que apenas convivían, ni siquiera habían compartido la cama…Se reprochó internamente por haber confundido a una madre con una bebé con la señora....Justo en ese instante, Santiago abrió los ojos.La puerta principal de la prisión seguía cerrada.Sin embargo, alcanzó a ver, a través de la ventana del autobús, la silueta delicada de una mujer que, sentada, acunaba a su bebé.El cabello de la mujer caía en mechones desordenados, ocultando la mitad de su perfil. No pudo distinguir sus rasgos, pero sí notó la dulzura en su mirada, como si contemplara el tesoro más valioso de la vida.De pronto, esa imagen le trajo de golpe el recuerdo de una noche, año y medio atrás…Aquella vez, tras una reunión de trabajo, llegó a casa completamente borracho.Las palabras de su abuela, insistiendo en que debían tener un hijo, resonaban en su cabeza.Esa noche, la mujer lo ayudó a quitarse los zapatos y el saco, le limpió el sudor del rostro y las manos, le ofreció agua y, al final, lo arrastró a la cama con esfuerzo.En el momento en que ella se inclinó para cubrirlo con la manta, él atrapó su muñeca con fuerza.—¿No es lo que siempre quisiste? Que la abuela me presionara para darte un hijo… Pues hoy, vas a tener lo que tanto pediste.Sin darle tiempo a reaccionar, la jaló hacia su pecho.Era menudita, yacía bajo él con las mejillas encendidas, como esas flores de la plaza después de la lluvia, tan sonrojadas que casi daban pena. Si uno se acercaba, aún podía distinguir una fragancia sutil que lo trastornaba y empujaba a un borde del que ya no podía regresar.Sin pensarlo demasiado, él se inclinó sobre ella.El juego previo se alargó durante varios minutos. En ese trance, él acabó por tomarla, y en medio de la confusión, creyó escuchar su llanto entrecortado.—Santiago, yo no quiero esto…—Vaya, así que jugamos al gato y al ratón —pensó él, una chispa de molestia recorriéndole el pecho—. ¿No querías? ¿Entonces por qué mandaste a tu abuela a presionar? Qué falsa.Esa sensación de rabia le creció en el pecho. Cuando volvió a buscarla una segunda vez, le sujetó las muñecas y las cruzó sobre su cabeza, besándola casi con fiereza.—Sofía, esto te lo buscaste tú sola.…Al amanecer, mientras abrochaba los botones de su camisa, ni siquiera volteó a verla. Ella seguía llorando bajo las cobijas.Entonces, en cuanto salió de la casa, se topó con la policía.—Señor Cárdenas, tenemos pruebas. Su empleada Sofía está acusada de robar información confidencial. Queda detenida en este momento…—Si no me equivoco, ella también es su esposa…Santiago entrecerró los ojos, la mandíbula dura y bien marcada.—No protejan mi reputación. Ya lo dije: si la atrapan, que le den la condena más larga posible.Fueron hasta la habitación y la sacaron de la cama. Sofía sólo llevaba un camisón; de prisa se cubrió con un abrigo, luciendo completamente descompuesta.En el patio, aún mojado por la tormenta, se arrodilló entre lágrimas, suplicándole.—Santiago, créeme, yo no…—¿Creerte? Si te creyera, ¿para qué están los policías?Él, de pie bajo el alero de la casa, con las manos en los bolsillos del pantalón, parecía insensible a la escena.—No acepto ningún acuerdo, ni compensaciones ni nada. La persona que hace algo así debe pagar las consecuencias.La policía se la llevó arrastrando.Sofía volteó cada pocos pasos, los ojos hinchados, llenos de desesperación, y en su cuello aún quedaban marcas rojas de la noche anterior. Las lágrimas caían una tras otra sobre las piedras aún húmedas del patio.Santiago apretó los labios, resecos, y eligió mirar hacia otro lado.—Preparen el carro, me voy al trabajo.Las empleadas de la casa, temblando del susto, no se atrevieron a decir nada, pero intercambiaban miradas de complicidad.Todas vieron que, justo antes de que la puerta se cerrara, la señora, esa mujer que adoró a Santiago durante diez años, terminó llorando y riendo al mismo tiempo.Si puedes reír mientras lloras, es porque de verdad tu corazón se rompió.…—Señor, ¿seguimos esperando?Una hora después, el chofer no aguantó el silencio y se atrevió a preguntar.Santiago parecía perdido, como si aún viajara entre recuerdos lejanos. Su mandíbula lucía tensa, casi filosa.—Ya no esperemos. Si quiere regresar sola, que regrese. Se lo buscó.Hasta se había molestado en posponer la junta de la mesa directiva por ella.—Entendido, señor.El chofer encendió el motor y el carro se alejó de la prisión.Mientras avanzaban, el chofer no pudo evitar mirar por el retrovisor. La puerta del penal de mujeres seguía cerrada, y ella, la que supuestamente tenía que salir, no apareció por ningún lado.Qué cosa tan extraña.¿A qué juega la señora? Todo el mundo sabía que el señor había ido hasta la cárcel a recogerla, ¿y ella aun así se quedaba adentro perdiendo el tiempo? No hacía más que provocar al señor. Ya había estado presa; aunque saliera, seguiría siendo una exconvicta. ¿Para qué portarse tan terca?¿Acaso no entiende que, saliendo de ahí, ya nunca volvería a ser esa abogada famosa, llena de prestigio y futuro?El chofer negó con la cabeza, presionó el pedal y aceleró.En el asiento trasero, Santiago ya tenía abierta la tablet, revisando correos importantes, aunque sus cejas no dejaban de fruncirse, delatando su mal humor.…A medianoche, en la casa de Villas del Monte Verde, las flores caídas cubrían las losas del patio.Santiago salió de la oficina vestido con ropa de casa oscura. Sin querer, al pasar, notó que la luz de la recámara seguía encendida.No pudo evitar acelerar el paso.El viento se levantó de pronto, y los pétalos de la camelia cayeron en remolino, cubriendo la alfombra gris azulado.Cuando Santiago empujó la puerta y entró, el resplandor rosado de los pétalos fue lo primero que vio.Las ventanas estaban abiertas de par en par, dejando que el aire llenara la habitación. Las flores seguían igual que siempre, pero quien él esperaba encontrar ya no estaba allí.Santiago se acercó y, sin pensarlo, cerró la ventana con un movimiento rápido.El viento se detuvo, pero la tormenta en su pecho no.Su silueta alta quedó suspendida al pie de la cama. Apoyó una mano en la colcha, hundiéndola, mientras la otra presionaba con fuerza su entrecejo.Solo era alguien prescindible, ¿para qué hacerse ilusiones?Si ella moría allá afuera, tampoco le incumbía. Nadie la obligó a no regresar.Sin embargo, en el aire flotaba un aroma muy sutil. Aunque la brisa lo había diluido, Santiago notó el cambio y su expresión se endureció de golpe.—¿Quién entró aquí? ¡Que venga alguien!...Al mismo tiempo, en la puerta trasera oculta de Villas del Monte Verde.Florencia avanzaba a toda prisa, escoltando a una figura tambaleante hacia el exterior.La persona parecía tropezar consigo misma, pero en realidad protegía con esmero un bultito envuelto en cobijas.Beatriz dormía tranquila, el aire fresco de la noche hizo que la niña acercara su carita sonrosada aún más al pecho de su mamá.Sofía la abrazaba con ternura, temiendo que un simple llanto atrajera la atención del lobo hambriento. Pero Beatriz, como si entendiera, no lloró ni hizo ruido.Sofía acomodó a su hija en brazos y, girándose, miró a Florencia.—Esta noche, gracias por todo.Florencia era la encargada de la limpieza en la casa.Años atrás, Sofía le había tendido la mano en un momento crítico, así que ahora, cuando Sofía volvió para recoger sus cosas, Florencia la ayudó vigilando que nadie las sorprendiera.En todos estos años, habían ido y venido muchas empleadas, pero solo Florencia seguía firme, aferrada a su trabajo.Florencia siempre pensó que así llegaría a la vejez: trabajando con esmero, ahorrando para su retiro y sobreviviendo sin meterse en problemas. Jamás imaginó que tendría la oportunidad de ayudar a la señora con algo tan grande.—Si no fuera porque usted me dio de comer aquel día, ya me habría muerto en este país extraño —dijo Florencia, limpiándose las lágrimas de los ojos—. Usted ha sufrido mucho, señora.No pudo evitar preguntar, con voz temblorosa:—¿De verdad no piensa volver nunca?Sofía bajó la mirada y guardó silencio, pero su respuesta era clara.—La primera mitad de mi vida ya la destrozó él. Ahora no quiero tener nada que ver con Santiago, y mucho menos permitir que vea a Beatriz.Florencia soltó un suspiro, apretando los labios.—¿Ya agarró todo lo que necesitaba?—Sí —respondió Sofía, revisando el bolso donde guardaba sus documentos: identificación, tarjeta bancaria, pasaporte—. Solo tomé lo indispensable y el dinero que ahorré en tres años como abogada, cerca de trescientos mil pesos.Eso le pertenecía por derecho. No tocó nada de Santiago, ni pensaba hacerlo.—Tengo todo, pero...Sofía frunció el ceño, la preocupación asomando en su rostro.Apenas había recogido los papeles cuando Santiago salió de su despacho. Ella y Florencia apenas tuvieron tiempo de salir por la ventana.No sabía si, en la prisa, dejaron algún rastro que pudiera delatarlas.Solo deseaba que Santiago no reparara en los pequeños detalles. Lo único que quería era una vida tranquila con Beatriz, sin que nadie las molestara jamás.Florencia, como si leyera sus pensamientos, sintió que el corazón se le encogía.La empujó con suavidad hacia la salida, apurándola.—No se preocupe, si pasa algo yo doy la cara.—Aquel día, el señor fue capaz de mandarla a la cárcel con tal de salirse con la suya. Hasta para mí, que solo soy una empleada, eso fue demasiado.—Váyase ya, señora. Cuide mucho a la señorita Beatriz.—Y cuídese usted también.Sofía la miró con lágrimas en los ojos, mordiéndose el labio inferior.—Florencia, quiero pedirle un favor...Florencia asintió, sabiendo exactamente a qué se refería.—No se preocupe, esta noche no vi a nadie —le aseguró. Dicho esto, Florencia cerró la puerta pequeña de un golpe y echó el seguro.A través de la rendija, agitó una mano marcada por los años, con una tristeza que no pudo ocultar.Recordaba bien cómo Santiago, con ayuda de los mejores abogados, había mandado a Sofía a prisión.Alguien tan cruel y despiadado no merecía ni a una esposa tan noble ni a una niña tan dulce como la señorita Beatriz.Capítulo 2Sofía Rojas salió de la prisión justo cuando el viento helado la golpeó de frente.Se apresuró a rodear con los brazos el bulto que llevaba pegado al pecho.Solo cuando el viento se calmó, se animó a levantar con cuidado una esquina de la manta para mirar a la pequeña que dormía entre sus brazos. El rostro de la bebé, suave y sonrosado, brillaba como una flor recién abierta.—Eh… ah… eh… —La niña hacía burbujas con la boca, y sus ojitos, grandes como uvas, parpadeaban curiosos mientras miraban a su madre.—Tranquila, Bea, aquí estoy —le susurró Sofía con ternura, acariciando la cabecita de la bebé.Bea, con solo seis meses de vida, no lloraba ni protestaba. Mientras estuviera en los brazos de su madre, el mundo alrededor podía derrumbarse y ella seguiría sintiéndose segura y resguardada.A lo lejos, un autobús urbano frenó chirriando.Sofía aseguró bien a Bea, rebuscó en el bolsillo y entregó dos monedas al conductor antes de buscar un asiento vacío en la parte trasera del autobús....En ese mismo momento, un Bentley edición limitada se detuvo frente a la entrada principal de la prisión.En la parte trasera del carro, un hombre de facciones marcadas y mirada implacable permanecía con los ojos entrecerrados, como si el sueño aún lo jalara de regreso.Cuando abrió los ojos, la fuerza de su mirada llenó el ambiente de una tensión gélida, casi asfixiante. Santiago Cárdenas observó, inexpresivo, la entrada de la “Prisión Central de Olivetto”, cuyas letras doradas brillaban sobre el viejo muro de piedra.Santiago apenas le dedicó una mirada, luego revisó su reloj con impaciencia.—¿Por qué tarda tanto en salir?Su voz, tan seca como la lluvia que golpea el suelo sin compasión, rompió la quietud del carro.El chofer, sentado adelante, se apresuró a responder.—Quizá aún no terminan los trámites de salida, señor… eso debe haber retrasado todo.Se detuvo un momento, dudando si debía continuar, pero finalmente se animó:—No se preocupe, hoy es el día en que la señora cumple su condena. Estoy seguro de que si la señora supiera que vino usted en persona, estaría feliz.—¿Ah, sí? —Santiago bajó la mirada, ocultando el brillo amenazante de sus ojos.—Hace año y medio, cuando se alió con la familia Garza para vender los secretos del Grupo Cárdenas, ¿acaso pensó que terminaría así? En vez de ser la señora Cárdenas, prefirió convertirse en espía empresarial… Fue su decisión.Apretó los labios y el ambiente dentro del carro se volvió aún más denso.—Quiero ver si después de todo esto, todavía tiene la cara para mirarme de frente.El chofer sintió el sudor frío resbalando por su cuello. Decidió bajar un poco la ventanilla para dejar entrar algo de aire y alivianar la tensión.De pronto, notó el autobús que arrancaba a su lado.—¡Ah, caray…! —exclamó sorprendido—. ¿No es esa… la señora…?Desde el asiento trasero, Santiago se frotó la frente, cansado. Había pasado la noche en reuniones internacionales, trabajando hasta altas horas de la madrugada. Apenas podía mantenerse despierto.—¿Qué? ¿A quién viste? —preguntó sin abrir los ojos.—Perdón, señor, creo que me equivoqué —balbuceó el chofer, viendo cómo el autobús se alejaba—. Por un momento pensé que la señora ya había salido…Pero solo era una mujer con un bebé en brazos.La señora, cuando entró a prisión, apenas tenía veintidós años. Su matrimonio con el señor era tan distante que apenas convivían, ni siquiera habían compartido la cama…Se reprochó internamente por haber confundido a una madre con una bebé con la señora....Justo en ese instante, Santiago abrió los ojos.La puerta principal de la prisión seguía cerrada.Sin embargo, alcanzó a ver, a través de la ventana del autobús, la silueta delicada de una mujer que, sentada, acunaba a su bebé.El cabello de la mujer caía en mechones desordenados, ocultando la mitad de su perfil. No pudo distinguir sus rasgos, pero sí notó la dulzura en su mirada, como si contemplara el tesoro más valioso de la vida.De pronto, esa imagen le trajo de golpe el recuerdo de una noche, año y medio atrás…Aquella vez, tras una reunión de trabajo, llegó a casa completamente borracho.Las palabras de su abuela, insistiendo en que debían tener un hijo, resonaban en su cabeza.Esa noche, la mujer lo ayudó a quitarse los zapatos y el saco, le limpió el sudor del rostro y las manos, le ofreció agua y, al final, lo arrastró a la cama con esfuerzo.En el momento en que ella se inclinó para cubrirlo con la manta, él atrapó su muñeca con fuerza.—¿No es lo que siempre quisiste? Que la abuela me presionara para darte un hijo… Pues hoy, vas a tener lo que tanto pediste.Sin darle tiempo a reaccionar, la jaló hacia su pecho.Era menudita, yacía bajo él con las mejillas encendidas, como esas flores de la plaza después de la lluvia, tan sonrojadas que casi daban pena. Si uno se acercaba, aún podía distinguir una fragancia sutil que lo trastornaba y empujaba a un borde del que ya no podía regresar.Sin pensarlo demasiado, él se inclinó sobre ella.El juego previo se alargó durante varios minutos. En ese trance, él acabó por tomarla, y en medio de la confusión, creyó escuchar su llanto entrecortado.—Santiago, yo no quiero esto…—Vaya, así que jugamos al gato y al ratón —pensó él, una chispa de molestia recorriéndole el pecho—. ¿No querías? ¿Entonces por qué mandaste a tu abuela a presionar? Qué falsa.Esa sensación de rabia le creció en el pecho. Cuando volvió a buscarla una segunda vez, le sujetó las muñecas y las cruzó sobre su cabeza, besándola casi con fiereza.—Sofía, esto te lo buscaste tú sola.…Al amanecer, mientras abrochaba los botones de su camisa, ni siquiera volteó a verla. Ella seguía llorando bajo las cobijas.Entonces, en cuanto salió de la casa, se topó con la policía.—Señor Cárdenas, tenemos pruebas. Su empleada Sofía está acusada de robar información confidencial. Queda detenida en este momento…—Si no me equivoco, ella también es su esposa…Santiago entrecerró los ojos, la mandíbula dura y bien marcada.—No protejan mi reputación. Ya lo dije: si la atrapan, que le den la condena más larga posible.Fueron hasta la habitación y la sacaron de la cama. Sofía sólo llevaba un camisón; de prisa se cubrió con un abrigo, luciendo completamente descompuesta.En el patio, aún mojado por la tormenta, se arrodilló entre lágrimas, suplicándole.—Santiago, créeme, yo no…—¿Creerte? Si te creyera, ¿para qué están los policías?Él, de pie bajo el alero de la casa, con las manos en los bolsillos del pantalón, parecía insensible a la escena.—No acepto ningún acuerdo, ni compensaciones ni nada. La persona que hace algo así debe pagar las consecuencias.La policía se la llevó arrastrando.Sofía volteó cada pocos pasos, los ojos hinchados, llenos de desesperación, y en su cuello aún quedaban marcas rojas de la noche anterior. Las lágrimas caían una tras otra sobre las piedras aún húmedas del patio.Santiago apretó los labios, resecos, y eligió mirar hacia otro lado.—Preparen el carro, me voy al trabajo.Las empleadas de la casa, temblando del susto, no se atrevieron a decir nada, pero intercambiaban miradas de complicidad.Todas vieron que, justo antes de que la puerta se cerrara, la señora, esa mujer que adoró a Santiago durante diez años, terminó llorando y riendo al mismo tiempo.Si puedes reír mientras lloras, es porque de verdad tu corazón se rompió.…—Señor, ¿seguimos esperando?Una hora después, el chofer no aguantó el silencio y se atrevió a preguntar.Santiago parecía perdido, como si aún viajara entre recuerdos lejanos. Su mandíbula lucía tensa, casi filosa.—Ya no esperemos. Si quiere regresar sola, que regrese. Se lo buscó.Hasta se había molestado en posponer la junta de la mesa directiva por ella.—Entendido, señor.El chofer encendió el motor y el carro se alejó de la prisión.Mientras avanzaban, el chofer no pudo evitar mirar por el retrovisor. La puerta del penal de mujeres seguía cerrada, y ella, la que supuestamente tenía que salir, no apareció por ningún lado.Qué cosa tan extraña.¿A qué juega la señora? Todo el mundo sabía que el señor había ido hasta la cárcel a recogerla, ¿y ella aun así se quedaba adentro perdiendo el tiempo? No hacía más que provocar al señor. Ya había estado presa; aunque saliera, seguiría siendo una exconvicta. ¿Para qué portarse tan terca?¿Acaso no entiende que, saliendo de ahí, ya nunca volvería a ser esa abogada famosa, llena de prestigio y futuro?El chofer negó con la cabeza, presionó el pedal y aceleró.En el asiento trasero, Santiago ya tenía abierta la tablet, revisando correos importantes, aunque sus cejas no dejaban de fruncirse, delatando su mal humor.…A medianoche, en la casa de Villas del Monte Verde, las flores caídas cubrían las losas del patio.Santiago salió de la oficina vestido con ropa de casa oscura. Sin querer, al pasar, notó que la luz de la recámara seguía encendida.No pudo evitar acelerar el paso.El viento se levantó de pronto, y los pétalos de la camelia cayeron en remolino, cubriendo la alfombra gris azulado.Cuando Santiago empujó la puerta y entró, el resplandor rosado de los pétalos fue lo primero que vio.Las ventanas estaban abiertas de par en par, dejando que el aire llenara la habitación. Las flores seguían igual que siempre, pero quien él esperaba encontrar ya no estaba allí.Santiago se acercó y, sin pensarlo, cerró la ventana con un movimiento rápido.El viento se detuvo, pero la tormenta en su pecho no.Su silueta alta quedó suspendida al pie de la cama. Apoyó una mano en la colcha, hundiéndola, mientras la otra presionaba con fuerza su entrecejo.Solo era alguien prescindible, ¿para qué hacerse ilusiones?Si ella moría allá afuera, tampoco le incumbía. Nadie la obligó a no regresar.Sin embargo, en el aire flotaba un aroma muy sutil. Aunque la brisa lo había diluido, Santiago notó el cambio y su expresión se endureció de golpe.—¿Quién entró aquí? ¡Que venga alguien!...Al mismo tiempo, en la puerta trasera oculta de Villas del Monte Verde.Florencia avanzaba a toda prisa, escoltando a una figura tambaleante hacia el exterior.La persona parecía tropezar consigo misma, pero en realidad protegía con esmero un bultito envuelto en cobijas.Beatriz dormía tranquila, el aire fresco de la noche hizo que la niña acercara su carita sonrosada aún más al pecho de su mamá.Sofía la abrazaba con ternura, temiendo que un simple llanto atrajera la atención del lobo hambriento. Pero Beatriz, como si entendiera, no lloró ni hizo ruido.Sofía acomodó a su hija en brazos y, girándose, miró a Florencia.—Esta noche, gracias por todo.Florencia era la encargada de la limpieza en la casa.Años atrás, Sofía le había tendido la mano en un momento crítico, así que ahora, cuando Sofía volvió para recoger sus cosas, Florencia la ayudó vigilando que nadie las sorprendiera.En todos estos años, habían ido y venido muchas empleadas, pero solo Florencia seguía firme, aferrada a su trabajo.Florencia siempre pensó que así llegaría a la vejez: trabajando con esmero, ahorrando para su retiro y sobreviviendo sin meterse en problemas. Jamás imaginó que tendría la oportunidad de ayudar a la señora con algo tan grande.—Si no fuera porque usted me dio de comer aquel día, ya me habría muerto en este país extraño —dijo Florencia, limpiándose las lágrimas de los ojos—. Usted ha sufrido mucho, señora.No pudo evitar preguntar, con voz temblorosa:—¿De verdad no piensa volver nunca?Sofía bajó la mirada y guardó silencio, pero su respuesta era clara.—La primera mitad de mi vida ya la destrozó él. Ahora no quiero tener nada que ver con Santiago, y mucho menos permitir que vea a Beatriz.Florencia soltó un suspiro, apretando los labios.—¿Ya agarró todo lo que necesitaba?—Sí —respondió Sofía, revisando el bolso donde guardaba sus documentos: identificación, tarjeta bancaria, pasaporte—. Solo tomé lo indispensable y el dinero que ahorré en tres años como abogada, cerca de trescientos mil pesos.Eso le pertenecía por derecho. No tocó nada de Santiago, ni pensaba hacerlo.—Tengo todo, pero...Sofía frunció el ceño, la preocupación asomando en su rostro.Apenas había recogido los papeles cuando Santiago salió de su despacho. Ella y Florencia apenas tuvieron tiempo de salir por la ventana.No sabía si, en la prisa, dejaron algún rastro que pudiera delatarlas.Solo deseaba que Santiago no reparara en los pequeños detalles. Lo único que quería era una vida tranquila con Beatriz, sin que nadie las molestara jamás.Florencia, como si leyera sus pensamientos, sintió que el corazón se le encogía.La empujó con suavidad hacia la salida, apurándola.—No se preocupe, si pasa algo yo doy la cara.—Aquel día, el señor fue capaz de mandarla a la cárcel con tal de salirse con la suya. Hasta para mí, que solo soy una empleada, eso fue demasiado.—Váyase ya, señora. Cuide mucho a la señorita Beatriz.—Y cuídese usted también.Sofía la miró con lágrimas en los ojos, mordiéndose el labio inferior.—Florencia, quiero pedirle un favor...Florencia asintió, sabiendo exactamente a qué se refería.—No se preocupe, esta noche no vi a nadie —le aseguró. Dicho esto, Florencia cerró la puerta pequeña de un golpe y echó el seguro.A través de la rendija, agitó una mano marcada por los años, con una tristeza que no pudo ocultar.Recordaba bien cómo Santiago, con ayuda de los mejores abogados, había mandado a Sofía a prisión.Alguien tan cruel y despiadado no merecía ni a una esposa tan noble ni a una niña tan dulce como la señorita Beatriz.Capítulo 3Sofía Rojas salió de la prisión justo cuando el viento helado la golpeó de frente.Se apresuró a rodear con los brazos el bulto que llevaba pegado al pecho.Solo cuando el viento se calmó, se animó a levantar con cuidado una esquina de la manta para mirar a la pequeña que dormía entre sus brazos. El rostro de la bebé, suave y sonrosado, brillaba como una flor recién abierta.—Eh… ah… eh… —La niña hacía burbujas con la boca, y sus ojitos, grandes como uvas, parpadeaban curiosos mientras miraban a su madre.—Tranquila, Bea, aquí estoy —le susurró Sofía con ternura, acariciando la cabecita de la bebé.Bea, con solo seis meses de vida, no lloraba ni protestaba. Mientras estuviera en los brazos de su madre, el mundo alrededor podía derrumbarse y ella seguiría sintiéndose segura y resguardada.A lo lejos, un autobús urbano frenó chirriando.Sofía aseguró bien a Bea, rebuscó en el bolsillo y entregó dos monedas al conductor antes de buscar un asiento vacío en la parte trasera del autobús....En ese mismo momento, un Bentley edición limitada se detuvo frente a la entrada principal de la prisión.En la parte trasera del carro, un hombre de facciones marcadas y mirada implacable permanecía con los ojos entrecerrados, como si el sueño aún lo jalara de regreso.Cuando abrió los ojos, la fuerza de su mirada llenó el ambiente de una tensión gélida, casi asfixiante. Santiago Cárdenas observó, inexpresivo, la entrada de la “Prisión Central de Olivetto”, cuyas letras doradas brillaban sobre el viejo muro de piedra.Santiago apenas le dedicó una mirada, luego revisó su reloj con impaciencia.—¿Por qué tarda tanto en salir?Su voz, tan seca como la lluvia que golpea el suelo sin compasión, rompió la quietud del carro.El chofer, sentado adelante, se apresuró a responder.—Quizá aún no terminan los trámites de salida, señor… eso debe haber retrasado todo.Se detuvo un momento, dudando si debía continuar, pero finalmente se animó:—No se preocupe, hoy es el día en que la señora cumple su condena. Estoy seguro de que si la señora supiera que vino usted en persona, estaría feliz.—¿Ah, sí? —Santiago bajó la mirada, ocultando el brillo amenazante de sus ojos.—Hace año y medio, cuando se alió con la familia Garza para vender los secretos del Grupo Cárdenas, ¿acaso pensó que terminaría así? En vez de ser la señora Cárdenas, prefirió convertirse en espía empresarial… Fue su decisión.Apretó los labios y el ambiente dentro del carro se volvió aún más denso.—Quiero ver si después de todo esto, todavía tiene la cara para mirarme de frente.El chofer sintió el sudor frío resbalando por su cuello. Decidió bajar un poco la ventanilla para dejar entrar algo de aire y alivianar la tensión.De pronto, notó el autobús que arrancaba a su lado.—¡Ah, caray…! —exclamó sorprendido—. ¿No es esa… la señora…?Desde el asiento trasero, Santiago se frotó la frente, cansado. Había pasado la noche en reuniones internacionales, trabajando hasta altas horas de la madrugada. Apenas podía mantenerse despierto.—¿Qué? ¿A quién viste? —preguntó sin abrir los ojos.—Perdón, señor, creo que me equivoqué —balbuceó el chofer, viendo cómo el autobús se alejaba—. Por un momento pensé que la señora ya había salido…Pero solo era una mujer con un bebé en brazos.La señora, cuando entró a prisión, apenas tenía veintidós años. Su matrimonio con el señor era tan distante que apenas convivían, ni siquiera habían compartido la cama…Se reprochó internamente por haber confundido a una madre con una bebé con la señora....Justo en ese instante, Santiago abrió los ojos.La puerta principal de la prisión seguía cerrada.Sin embargo, alcanzó a ver, a través de la ventana del autobús, la silueta delicada de una mujer que, sentada, acunaba a su bebé.El cabello de la mujer caía en mechones desordenados, ocultando la mitad de su perfil. No pudo distinguir sus rasgos, pero sí notó la dulzura en su mirada, como si contemplara el tesoro más valioso de la vida.De pronto, esa imagen le trajo de golpe el recuerdo de una noche, año y medio atrás…Aquella vez, tras una reunión de trabajo, llegó a casa completamente borracho.Las palabras de su abuela, insistiendo en que debían tener un hijo, resonaban en su cabeza.Esa noche, la mujer lo ayudó a quitarse los zapatos y el saco, le limpió el sudor del rostro y las manos, le ofreció agua y, al final, lo arrastró a la cama con esfuerzo.En el momento en que ella se inclinó para cubrirlo con la manta, él atrapó su muñeca con fuerza.—¿No es lo que siempre quisiste? Que la abuela me presionara para darte un hijo… Pues hoy, vas a tener lo que tanto pediste.Sin darle tiempo a reaccionar, la jaló hacia su pecho.Era menudita, yacía bajo él con las mejillas encendidas, como esas flores de la plaza después de la lluvia, tan sonrojadas que casi daban pena. Si uno se acercaba, aún podía distinguir una fragancia sutil que lo trastornaba y empujaba a un borde del que ya no podía regresar.Sin pensarlo demasiado, él se inclinó sobre ella.El juego previo se alargó durante varios minutos. En ese trance, él acabó por tomarla, y en medio de la confusión, creyó escuchar su llanto entrecortado.—Santiago, yo no quiero esto…—Vaya, así que jugamos al gato y al ratón —pensó él, una chispa de molestia recorriéndole el pecho—. ¿No querías? ¿Entonces por qué mandaste a tu abuela a presionar? Qué falsa.Esa sensación de rabia le creció en el pecho. Cuando volvió a buscarla una segunda vez, le sujetó las muñecas y las cruzó sobre su cabeza, besándola casi con fiereza.—Sofía, esto te lo buscaste tú sola.…Al amanecer, mientras abrochaba los botones de su camisa, ni siquiera volteó a verla. Ella seguía llorando bajo las cobijas.Entonces, en cuanto salió de la casa, se topó con la policía.—Señor Cárdenas, tenemos pruebas. Su empleada Sofía está acusada de robar información confidencial. Queda detenida en este momento…—Si no me equivoco, ella también es su esposa…Santiago entrecerró los ojos, la mandíbula dura y bien marcada.—No protejan mi reputación. Ya lo dije: si la atrapan, que le den la condena más larga posible.Fueron hasta la habitación y la sacaron de la cama. Sofía sólo llevaba un camisón; de prisa se cubrió con un abrigo, luciendo completamente descompuesta.En el patio, aún mojado por la tormenta, se arrodilló entre lágrimas, suplicándole.—Santiago, créeme, yo no…—¿Creerte? Si te creyera, ¿para qué están los policías?Él, de pie bajo el alero de la casa, con las manos en los bolsillos del pantalón, parecía insensible a la escena.—No acepto ningún acuerdo, ni compensaciones ni nada. La persona que hace algo así debe pagar las consecuencias.La policía se la llevó arrastrando.Sofía volteó cada pocos pasos, los ojos hinchados, llenos de desesperación, y en su cuello aún quedaban marcas rojas de la noche anterior. Las lágrimas caían una tras otra sobre las piedras aún húmedas del patio.Santiago apretó los labios, resecos, y eligió mirar hacia otro lado.—Preparen el carro, me voy al trabajo.Las empleadas de la casa, temblando del susto, no se atrevieron a decir nada, pero intercambiaban miradas de complicidad.Todas vieron que, justo antes de que la puerta se cerrara, la señora, esa mujer que adoró a Santiago durante diez años, terminó llorando y riendo al mismo tiempo.Si puedes reír mientras lloras, es porque de verdad tu corazón se rompió.…—Señor, ¿seguimos esperando?Una hora después, el chofer no aguantó el silencio y se atrevió a preguntar.Santiago parecía perdido, como si aún viajara entre recuerdos lejanos. Su mandíbula lucía tensa, casi filosa.—Ya no esperemos. Si quiere regresar sola, que regrese. Se lo buscó.Hasta se había molestado en posponer la junta de la mesa directiva por ella.—Entendido, señor.El chofer encendió el motor y el carro se alejó de la prisión.Mientras avanzaban, el chofer no pudo evitar mirar por el retrovisor. La puerta del penal de mujeres seguía cerrada, y ella, la que supuestamente tenía que salir, no apareció por ningún lado.Qué cosa tan extraña.¿A qué juega la señora? Todo el mundo sabía que el señor había ido hasta la cárcel a recogerla, ¿y ella aun así se quedaba adentro perdiendo el tiempo? No hacía más que provocar al señor. Ya había estado presa; aunque saliera, seguiría siendo una exconvicta. ¿Para qué portarse tan terca?¿Acaso no entiende que, saliendo de ahí, ya nunca volvería a ser esa abogada famosa, llena de prestigio y futuro?El chofer negó con la cabeza, presionó el pedal y aceleró.En el asiento trasero, Santiago ya tenía abierta la tablet, revisando correos importantes, aunque sus cejas no dejaban de fruncirse, delatando su mal humor.…A medianoche, en la casa de Villas del Monte Verde, las flores caídas cubrían las losas del patio.Santiago salió de la oficina vestido con ropa de casa oscura. Sin querer, al pasar, notó que la luz de la recámara seguía encendida.No pudo evitar acelerar el paso.El viento se levantó de pronto, y los pétalos de la camelia cayeron en remolino, cubriendo la alfombra gris azulado.Cuando Santiago empujó la puerta y entró, el resplandor rosado de los pétalos fue lo primero que vio.Las ventanas estaban abiertas de par en par, dejando que el aire llenara la habitación. Las flores seguían igual que siempre, pero quien él esperaba encontrar ya no estaba allí.Santiago se acercó y, sin pensarlo, cerró la ventana con un movimiento rápido.El viento se detuvo, pero la tormenta en su pecho no.Su silueta alta quedó suspendida al pie de la cama. Apoyó una mano en la colcha, hundiéndola, mientras la otra presionaba con fuerza su entrecejo.Solo era alguien prescindible, ¿para qué hacerse ilusiones?Si ella moría allá afuera, tampoco le incumbía. Nadie la obligó a no regresar.Sin embargo, en el aire flotaba un aroma muy sutil. Aunque la brisa lo había diluido, Santiago notó el cambio y su expresión se endureció de golpe.—¿Quién entró aquí? ¡Que venga alguien!...Al mismo tiempo, en la puerta trasera oculta de Villas del Monte Verde.Florencia avanzaba a toda prisa, escoltando a una figura tambaleante hacia el exterior.La persona parecía tropezar consigo misma, pero en realidad protegía con esmero un bultito envuelto en cobijas.Beatriz dormía tranquila, el aire fresco de la noche hizo que la niña acercara su carita sonrosada aún más al pecho de su mamá.Sofía la abrazaba con ternura, temiendo que un simple llanto atrajera la atención del lobo hambriento. Pero Beatriz, como si entendiera, no lloró ni hizo ruido.Sofía acomodó a su hija en brazos y, girándose, miró a Florencia.—Esta noche, gracias por todo.Florencia era la encargada de la limpieza en la casa.Años atrás, Sofía le había tendido la mano en un momento crítico, así que ahora, cuando Sofía volvió para recoger sus cosas, Florencia la ayudó vigilando que nadie las sorprendiera.En todos estos años, habían ido y venido muchas empleadas, pero solo Florencia seguía firme, aferrada a su trabajo.Florencia siempre pensó que así llegaría a la vejez: trabajando con esmero, ahorrando para su retiro y sobreviviendo sin meterse en problemas. Jamás imaginó que tendría la oportunidad de ayudar a la señora con algo tan grande.—Si no fuera porque usted me dio de comer aquel día, ya me habría muerto en este país extraño —dijo Florencia, limpiándose las lágrimas de los ojos—. Usted ha sufrido mucho, señora.No pudo evitar preguntar, con voz temblorosa:—¿De verdad no piensa volver nunca?Sofía bajó la mirada y guardó silencio, pero su respuesta era clara.—La primera mitad de mi vida ya la destrozó él. Ahora no quiero tener nada que ver con Santiago, y mucho menos permitir que vea a Beatriz.Florencia soltó un suspiro, apretando los labios.—¿Ya agarró todo lo que necesitaba?—Sí —respondió Sofía, revisando el bolso donde guardaba sus documentos: identificación, tarjeta bancaria, pasaporte—. Solo tomé lo indispensable y el dinero que ahorré en tres años como abogada, cerca de trescientos mil pesos.Eso le pertenecía por derecho. No tocó nada de Santiago, ni pensaba hacerlo.—Tengo todo, pero...Sofía frunció el ceño, la preocupación asomando en su rostro.Apenas había recogido los papeles cuando Santiago salió de su despacho. Ella y Florencia apenas tuvieron tiempo de salir por la ventana.No sabía si, en la prisa, dejaron algún rastro que pudiera delatarlas.Solo deseaba que Santiago no reparara en los pequeños detalles. Lo único que quería era una vida tranquila con Beatriz, sin que nadie las molestara jamás.Florencia, como si leyera sus pensamientos, sintió que el corazón se le encogía.La empujó con suavidad hacia la salida, apurándola.—No se preocupe, si pasa algo yo doy la cara.—Aquel día, el señor fue capaz de mandarla a la cárcel con tal de salirse con la suya. Hasta para mí, que solo soy una empleada, eso fue demasiado.—Váyase ya, señora. Cuide mucho a la señorita Beatriz.—Y cuídese usted también.Sofía la miró con lágrimas en los ojos, mordiéndose el labio inferior.—Florencia, quiero pedirle un favor...Florencia asintió, sabiendo exactamente a qué se refería.—No se preocupe, esta noche no vi a nadie —le aseguró. Dicho esto, Florencia cerró la puerta pequeña de un golpe y echó el seguro.A través de la rendija, agitó una mano marcada por los años, con una tristeza que no pudo ocultar.Recordaba bien cómo Santiago, con ayuda de los mejores abogados, había mandado a Sofía a prisión.Alguien tan cruel y despiadado no merecía ni a una esposa tan noble ni a una niña tan dulce como la señorita Beatriz.