Irene Casas parecía destinada a ser una más en la larga lista de esposas desafortunadas, casada con un hombre indiferente, a quien amaba pero que nunca le correspondió. Para él tuvo una hija, una niña que creció entre las sombras de un hogar frío, donde el amor paterno era un lujo que jamás conoció. Durante las largas noches de enfermedad, su madre era su único consuelo, mientras el padre vivía ciego de afecto, perdido en los brazos de otra mujer. Aquella amante había dado a luz a un varón, al que su esposo veía como el legítimo heredero. Sin pestañear, le exigió a Irene que cuidara a ese niño, relegando aún más a su hija. Ante semejante traición, el alma de Irene se fragmentó, dándose cuenta de que aquellos a quienes entregó su corazón no poseían más que sombras donde debería latir un corazón. El invierno trajo el golpe más cruel: la enfermedad se llevó a su hija, y la frágil existencia que le había dado sentido se extinguió. Desesperada y con el corazón roto, Irene decidió abandonar este mundo de dolor. Sin embargo, el destino le tenía preparada una sorpresa. Al abrir los ojos nuevamente, se encontró en el mismo mundo, pero con una diferencia crucial: su hija estaba viva, sonriendo con la inocencia de antaño. Era evidente que no se trataba de un sueño celestial, pues también estaban presentes su esposo y la amante, junto al hijo ilegítimo. Con esta inesperada segunda oportunidad, Irene se prometió no dejarse vencer por la fragilidad del pasado. Ahora, como madre y guerrera, haría justicia. Porque esta vez, todo sería por su hija.

Capítulo 1—Mis condolencias, señorita Casas. Su hija falleció el 15 de febrero a la 1:13 de la madrugada, no pudimos salvarla.Irene Casas apretaba entre sus manos un conejo de peluche, la mirada perdida y sin brillo clavada en la puerta del quirófano.Sus ojos se veían hinchados y agotados; el aviso del doctor rompió el último hilo de esperanza que le quedaba.Ese día, una madre perdió a su hija amada.Ese día, una madre, con el corazón hecho trizas, tuvo que acompañar a su niña en su último viaje.Y ese día, una madre se quedó sin motivos para seguir adelante.Al entrar al cuarto, las lágrimas ya le habían empapado las mejillas, aunque intentó ocultarlo.Se arrodilló al lado de la cama, acariciando el rostro de su hija, acomodándole el cabello con una delicadeza que le partía el alma. Luego, tomó entre las suyas las manitas flacas de su hija. Estaban heladas. No había ni una pizca de calor en ellas.No pudo decir nada, aunque deseaba despedirse. Las palabras se le atoraban en la garganta, como si un nudo gigante se lo impidiera: odio, dolor, cansancio… Todo la aplastaba, dejándola sin aire.Al ver el rostro apacible y débil de Isa, sintió que su corazón moría junto con ella.En su cabeza todavía resonaba la voz débil de su hija, justo antes de ser llevada a la sala de urgencias.—Mamá, ¿no ha llegado el señor?Para Isa, “el señor” era su padre biológico, Enrique Monroy. Él nunca permitió que su hija lo llamara papá, pero sí le daba ese permiso a su hijo favorito.El mayor deseo de cumpleaños de Isabel era pasar ese día con su papá, que le permitiera decirle “papá” al menos una vez. Soñaba con escuchar a su padre llamarla Isa.Por su salud frágil, Isa había enfermado el año pasado tras esperar a Enrique en la puerta bajo el viento helado. Terminó con gripe y luego neumonía, y desde entonces su salud fue en picada.Ese día, otro invierno más, Isa volvió a esperar en secreto a la entrada de la casa para ver si su papá llegaba a cenar.Al final, se desmayó por el frío, y su papá nunca llegó. Cuando Irene la descubrió inconsciente a la entrada de la casa, se asustó tanto que la llevó a toda prisa al hospital.Los médicos entregaron una nota de estado crítico.Irene le rogó a Enrique que regresara para acompañar a su hija en su cumpleaños.Él prometió que iría.Pero volvió a faltar a su palabra.Irene abrazó el cuerpecito de Isa, tan frágil, y le susurró:—Isa, mi cielo… vuela alto, ve al paraíso. Ahí las flores siempre están abiertas. Corta una y póntela detrás de la oreja por mamá, que siempre me han gustado las flores que tú recoges. Isa, allá arriba sal todos los días al sol, come bien, crece fuerte y sana. Y si hay otra vida…Que nunca más sufras por enfermedades, mi niña.Que nunca más te toque un papá tan cruel, ni tengas que sentir ese dolor de anhelar un cariño que nunca te llegó.—Mamá, ¿por qué el señor no me deja decirle papá? Pero mi hermano sí puede…—Mamá, ¿es porque la señorita Duarte quiere a mi hermano y por eso papá lo quiere a él…?Las preguntas inocentes de su hija seguían rondando en su cabeza, una y otra vez.Tan pequeña y ya preguntándose por qué su papá no la quería, por qué no podía llamarlo como su hermano. Solo pensaba que era porque no era tan buena hija, que su hermano era mejor, y por eso no la querían…Seis años atrás, Irene quedó embarazada de Isa tras un accidente, y tuvo que casarse con Enrique.Durante el parto de Isa, ella casi muere por una hemorragia, pero a Enrique no pareció importarle.Él estaba ocupado acompañando a su verdadero amor, Camelia Duarte, en su propio parto. Todo quedaba claro.Camelia le dejó el hijo a Enrique y desapareció del país, sin dejar rastro.Irene, que había querido a Enrique por años, aceptó criar al hijo de Camelia, cuidándolo como si fuera suyo, solo por agradarle a él.Enrique no permitía que Isa lo llamara papá, pero al hijo de Camelia lo trataba como un tesoro. Esa era la diferencia…Debió entenderlo desde aquel parto: el corazón de ese hombre era de piedra, por mucho que intentara ganarse su cariño, nunca lo lograría.Aunque Isa nació primero esa mañana, Enrique decidió que el hijo de Camelia sería el hermano mayor y el heredero de la familia Monroy.Por eso…Todos pensaban que ese era el hijo legítimo de Enrique.E Isa, solo era “la hija ilegítima”.El doctor, de pie detrás de Irene, la vio temblar y preguntó con voz pesada:—¿El papá de la niña no ha venido?Desde que Isabel Monroy ingresó al hospital, jamás se había aparecido su papá.Los ojos de Irene se llenaron de desprecio; su risa fue amarga:—El papá de Isa está en otro país, acompañando a su hijo favorito para festejarle el cumpleaños con su mamá de sangre.Siempre era igual.Y ella, ingenua, crió al hijo de otro durante cuatro años.Dos niños nacidos el mismo día, pero a Isa solo le tocó el olvido.El doctor se quedó callado, mirando a esa mujer tan rota, sin saber cómo consolarla....El primer día tras la muerte de Isa, Irene se encargó de todos los trámites.Para el proceso de cremación en Puerto Arcadia, se requerían las firmas de ambos padres.Irene volvió a la Residencia Bella Vista para recoger las cosas de Isa.De pronto, escuchó un carro llegar abajo.—¡Papá! ¿Cuándo vas a dejar a mamá y casarte con la señorita Duarte? ¡Quiero que sea mi mamá!Enrique se quitó el saco y, mientras se agachaba para pellizcarle la mejilla, le dijo:—Rodri, puedes llamarla mamá si quieres.Irene escuchaba todo desde el piso de arriba, cada palabra le calaba hondo. Sintió el corazón apretarse, cerró los ojos y respiró profundo, tratando de controlar esa oleada de dolor que no la dejaba en paz.—Ve a decirle a tu mamá que te bañe, te pones ropa limpia y luego salimos a recibir a la señorita Duarte.Rodri brincó de alegría, su carita resplandecía.—¡Sí, qué padre!Pero enseguida el brillo se apagó. Bajó la cabeza y murmuró:—Pero… ¿y si mamá se entera? ¿No va a dejarme ir? Odio cuando no me deja comer nada de la calle…Enrique le revolvió el cabello con cariño, dándole seguridad.—Tranquilo, aquí está tu papá. Ella no se va a atrever a decir nada.En ese instante, Enrique alzó la mirada y se cruzó con Irene, que bajaba las escaleras. Él la miró con esa expresión distante, casi como si ni siquiera la reconociera, y apartó la vista sin el menor interés.Rodri corrió hacia Irene, la tomó de la mano y le pidió:—Mamá, báñame. En un rato voy a salir.Irene le retiró la mano con suavidad y, alzando la mirada hacia Enrique, preguntó con voz firme:—¿No crees que te estás olvidando de algo?Enrique la miró por unos segundos, indiferente, como si aquello no le importara en lo absoluto.—¿Qué cosa?Durante años, él había sido así: distante con ella, distante con Isa, siempre manteniéndose al margen. Irene esbozó una mueca amarga, un intento de sonrisa que no era más que resignación.—Claro, ¿cómo ibas a acordarte que Isa y Rodri cumplen años el mismo día?Cada año, Enrique se llevaba a Rodri a celebrar con Camelia, organizando una fiesta con bombo y platillo. Mientras tanto, Isa, año tras año, se quedaba esperando bajo la lluvia, con la esperanza de que su papá regresara a casa, esperanza que nunca se cumplía.—Quiero hablar contigo —dijo Irene, conteniendo el temblor en la voz.Enrique soltó una risa seca.—Hoy no tengo tiempo.—No te va a quitar mucho —insistió Irene—. Solo tienes que firmar dos documentos.Abrió la carpeta y le señaló los lugares donde debía firmar. Enrique, visiblemente fastidiado, firmó sin siquiera leer, como si estar un minuto más ahí fuera una tortura.Le devolvió los papeles con gesto impaciente.—Hoy Rodri y yo vamos a salir, no vamos a regresar. Mañana dile a Isa que pida permiso en la escuela para que Rodri falte medio día.Irene apretó la mandíbula, los nudillos se le pusieron blancos de tanto sostener los papeles. Si él hubiera mirado con un poco de atención, se habría dado cuenta de lo que acababa de firmar: uno era el acuerdo de divorcio, el otro los trámites para la cremación de Isa.Ni siquiera se molestó en revisar. Para él, todo era mero trámite.—Y dile a Isa que no me esté llamando.Irene dejó escapar una risa amarga.Isa ya no volvería a llamarlo.Ella tampoco.Enrique no notó nada extraño en su actitud. Justo en ese momento, Camelia llamó para preguntar cuándo llegarían. Sin bañarse ni cambiarse de ropa, Rodri salió corriendo tras Enrique.—Esta noche que la señorita Duarte me bañe, ¿sí?Enrique lo miró con ternura y le sonrió.—Por supuesto.Irene se quedó parada, mirando cómo se alejaban. El silencio la envolvió cuando la puerta se cerró. Pasaron unos minutos antes de que pudiera moverse.Recogió todas las cosas de la casa que tuvieran relación con ella o Isa. Las fue quemando una por una, dejando que el humo se llevara los recuerdos.Después, se encaminó al crematorio para despedirse de Isa.Cuando tuvo la urna en las manos, las lágrimas empezaron a caer, imposibles de detener.—Isa… espérame, mi niña. Pronto iré contigo…...Mientras tanto, Enrique y Rodri asistían a la bienvenida de Camelia. Los tres, juntos, reían como si fueran la familia perfecta. Todos comentaban lo bien que se veían, lo felices que parecían, y no faltaba quien señalara que Irene solo estaba arruinando la armonía de los Monroy.De pronto, alguien se abrió paso entre la multitud y llegó hasta Enrique.—Presidente Monroy, su esposa y su hija… hoy fue la cremación. Por favor, pase al crematorio a recoger las cenizas.Ni siquiera se le inmutó el gesto. Respondió con voz cortante:—¿Cuántos años tiene ya para seguir con esos celos? ¿Cuándo va a dejar de hacer dramas?—Pero… usted mismo firmó los papeles para la cremación. Y también el acuerdo de divorcio…El corazón de Enrique dio un vuelco. Se le fue el color del rostro.—¿De qué carajos me hablas? ¿Qué acuerdo, qué cremación? ¡Explícate!Colgó el teléfono de golpe y, sin pensarlo, se subió al carro, pisó el acelerador y voló hacia el crematorio.Cuando llegó, solo alcanzó a ver cómo empujaban a su esposa y a su hija hacia el horno. Esa imagen lo desgarró por dentro, como si le arrancaran el alma.Solo alcanzó a dar unos pasos antes de desplomarse al suelo, sin fuerzas, ante la mirada atónita de los empleados del lugar.—¡Pum!—Algo suave y esponjoso cayó al suelo de repente, justo cuando Irene abrió los ojos de golpe.¿Qué estaba pasando? ¿Por qué había despertado?En teoría, no tendría por qué… despertar. Porque ella ya había muerto. Ya la habían despedido, incluso habían esparcido sus cenizas.Pero al bajar la mirada, Irene vio un pastel azul de fondant estrellado en el piso. Y ese lugar… era su casa.Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.¿Qué era esto? ¿Un sueño? ¿La última chispa de conciencia? ¿O sería que esto era lo que una veía después de morir, recuerdos que se arremolinaban? ¿Estaría atrapada en sus propias memorias?Recordó que, en el Día de los Muertos, la gente suele decir: “La verdadera muerte llega cuando ya nadie te recuerda.”¿Sería que Isa, desde el cielo, había visto todo lo que le ocurrió a su mamá? ¿Sería que Isa se entristeció al ver cómo su madre se rendía tan fácilmente? ¿O tal vez Isa no quería que su mamá simplemente la dejara atrás?Irene intentaba darle sentido a todo esto, cuando sus pensamientos se vieron interrumpidos de pronto.—¡Mamá, ya te dije que no quiero que me hagas un pastel de cumpleaños!— protestó un niño, mirándola con fastidio hacia arriba —. ¡Está feo y ni siquiera sabe bien! ¿No entiendes lo que te digo?Era… la voz de Rodrigo.Irene lo miró, sorprendida, y se pellizcó el brazo. El dolor era real. Podía sentirlo.Así que… ¿esto no era un sueño? ¿Tampoco era un recuerdo?Parecía estar en el cumpleaños de Rodri del año pasado. Su cuerpo estaba completo, sentía todo como una persona viva.Rodri seguía quejándose:—¡Quiero el pastel que hace Camelia!—Mamá, a mí sí me gusta el pastel que haces —intervino una niña con voz suave—. Si Rodri no quiere, yo me lo como todo.De pronto, el gesto de Irene cambió. Fue como si el destino marcara el inicio de algo nuevo, tan claro y tan intenso.¿Esa… era la voz de Isabel? ¿Esa era su hija?Irene alzó la mirada de golpe y vio el rostro de una niña pequeña, delgada y tierna. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante.¡Era su hija! ¡Isabel estaba viva!Se agachó y tomó el rostro de Isa entre las manos, sintiendo ese calor tan familiar, esa carita limpia y dulce que conocía de memoria.Irene estaba viva. Su hija también seguía con vida.—¿Mamá, qué te pasa? —preguntó Isa, con curiosidad al ver a su madre tan distraída.Irene no se contuvo y abrazó a Isa con fuerza. No sabía qué estaba pasando, pero solo tenía clara una cosa: debía proteger a Isa.No podía volver a perderla. ¡Jamás!...Isa miró a Rodri:—Hermano, no deberías hablarle así a mamá. ¿No te da miedo que un día deje de hacerte pastel?—Pues ni me importa —respondió Rodri, desdeñoso. Jaló la mano de Camelia—. ¡Yo quiero que Camelia sea mi mamá!—Camelia me hace cosas bien ricas, me lleva a montar caballo y a escalar. Mamá ni siquiera sabe qué es la equitación, qué vergüenza.—A mi papá le gusta Camelia, ¡y a mí también!Enrique frunció el ceño.—¿Qué cosas dices?Camelia, con su chamarra de piel y actitud relajada, soltó una carcajada.Con una mano abrazó a Enrique de los hombros, como si fueran grandes amigos, y con la otra despeinó a Rodri:—Ser la esposa de tu papá no es cualquier cosa, ¿eh? Yo y él somos como uña y mugre.—Y tú, Rodri, ¿no te enseñé que no debes hablarle así a tu mamá? ¿O ya no me haces caso?Rodri hizo un gesto de fastidio y se acercó más a Camelia. Dejó caer en el piso el regalo de cumpleaños que Irene le había dado:—¡Es que mamá solo me regala plumas baratas! Nunca me da juguetes. Camelia sí me regaló un avión de modelo, ¡lo hizo ella misma! Y vuela de verdad. Es mucho más especial que los regalos de mamá.Mi papá dice que Camelia va a diseñar aviones gigantes y que un día voy a viajar en uno de ellos. Suena increíble.No como mamá, que ni sabe nada de nada.Irene miró al niño que había criado como propio, parado junto a Camelia, y no pudo evitar una sonrisa irónica.¿Cómo era que antes no veía todo eso?Rodri era hijo de Camelia. Era lógico que prefiriera estar con ella, aunque él no supiera que ella era su madre biológica.Durante años, Irene lo trató como si fuera suyo, solo para ganarse el cariño de Enrique.Pero para ellos, eso siempre fue lo normal, como si no tuviera mérito.Ya no pensaba seguir aguantando humillaciones ni dejar que Isa sufriera a su lado.Irene se agachó y recogió la pluma del piso. No mostró enojo ni tristeza; solo sonrió con calma:—La señorita Duarte sí que sabe cuidar niños. Entonces, Rodri y Enrique, los dejo en tus manos.Camelia se quedó pasmada. No esperaba esa respuesta: sin gritos, sin ruegos, sin la más mínima sumisión.Solo esa sonrisa serena, como un lago en calma.Al momento, miró a Enrique:—Quique, creo que dije algo que hizo que tu esposa me malinterpretara… Mejor ya no digo nada, se me fue la boca.Enrique la miró con el ceño fruncido, y luego a Irene:—Ya estás grande, deja de comportarte como una niña. No puedes decir cosas así, ¿qué te pasa?Obviamente, la defendía, como siempre, y a Irene le quedaba claro que nunca iba a recibir ni una pizca de consideración.Su mirada hacia él era distante y dura, igual que antes. En público, él siempre protegía a Camelia, sin importarle dejarla mal.Todo porque estaba seguro de que ella nunca se iría de su lado.Pero esta vez… no iba a quedarse, ni por Isa, ni por nadie. Ya no iba a fingir, ni a forzar sonrisas, ni a soportar hasta el final solo para que Isa pudiera celebrar su cumpleaños con su papá.Capítulo 2—Mis condolencias, señorita Casas. Su hija falleció el 15 de febrero a la 1:13 de la madrugada, no pudimos salvarla.Irene Casas apretaba entre sus manos un conejo de peluche, la mirada perdida y sin brillo clavada en la puerta del quirófano.Sus ojos se veían hinchados y agotados; el aviso del doctor rompió el último hilo de esperanza que le quedaba.Ese día, una madre perdió a su hija amada.Ese día, una madre, con el corazón hecho trizas, tuvo que acompañar a su niña en su último viaje.Y ese día, una madre se quedó sin motivos para seguir adelante.Al entrar al cuarto, las lágrimas ya le habían empapado las mejillas, aunque intentó ocultarlo.Se arrodilló al lado de la cama, acariciando el rostro de su hija, acomodándole el cabello con una delicadeza que le partía el alma. Luego, tomó entre las suyas las manitas flacas de su hija. Estaban heladas. No había ni una pizca de calor en ellas.No pudo decir nada, aunque deseaba despedirse. Las palabras se le atoraban en la garganta, como si un nudo gigante se lo impidiera: odio, dolor, cansancio… Todo la aplastaba, dejándola sin aire.Al ver el rostro apacible y débil de Isa, sintió que su corazón moría junto con ella.En su cabeza todavía resonaba la voz débil de su hija, justo antes de ser llevada a la sala de urgencias.—Mamá, ¿no ha llegado el señor?Para Isa, “el señor” era su padre biológico, Enrique Monroy. Él nunca permitió que su hija lo llamara papá, pero sí le daba ese permiso a su hijo favorito.El mayor deseo de cumpleaños de Isabel era pasar ese día con su papá, que le permitiera decirle “papá” al menos una vez. Soñaba con escuchar a su padre llamarla Isa.Por su salud frágil, Isa había enfermado el año pasado tras esperar a Enrique en la puerta bajo el viento helado. Terminó con gripe y luego neumonía, y desde entonces su salud fue en picada.Ese día, otro invierno más, Isa volvió a esperar en secreto a la entrada de la casa para ver si su papá llegaba a cenar.Al final, se desmayó por el frío, y su papá nunca llegó. Cuando Irene la descubrió inconsciente a la entrada de la casa, se asustó tanto que la llevó a toda prisa al hospital.Los médicos entregaron una nota de estado crítico.Irene le rogó a Enrique que regresara para acompañar a su hija en su cumpleaños.Él prometió que iría.Pero volvió a faltar a su palabra.Irene abrazó el cuerpecito de Isa, tan frágil, y le susurró:—Isa, mi cielo… vuela alto, ve al paraíso. Ahí las flores siempre están abiertas. Corta una y póntela detrás de la oreja por mamá, que siempre me han gustado las flores que tú recoges. Isa, allá arriba sal todos los días al sol, come bien, crece fuerte y sana. Y si hay otra vida…Que nunca más sufras por enfermedades, mi niña.Que nunca más te toque un papá tan cruel, ni tengas que sentir ese dolor de anhelar un cariño que nunca te llegó.—Mamá, ¿por qué el señor no me deja decirle papá? Pero mi hermano sí puede…—Mamá, ¿es porque la señorita Duarte quiere a mi hermano y por eso papá lo quiere a él…?Las preguntas inocentes de su hija seguían rondando en su cabeza, una y otra vez.Tan pequeña y ya preguntándose por qué su papá no la quería, por qué no podía llamarlo como su hermano. Solo pensaba que era porque no era tan buena hija, que su hermano era mejor, y por eso no la querían…Seis años atrás, Irene quedó embarazada de Isa tras un accidente, y tuvo que casarse con Enrique.Durante el parto de Isa, ella casi muere por una hemorragia, pero a Enrique no pareció importarle.Él estaba ocupado acompañando a su verdadero amor, Camelia Duarte, en su propio parto. Todo quedaba claro.Camelia le dejó el hijo a Enrique y desapareció del país, sin dejar rastro.Irene, que había querido a Enrique por años, aceptó criar al hijo de Camelia, cuidándolo como si fuera suyo, solo por agradarle a él.Enrique no permitía que Isa lo llamara papá, pero al hijo de Camelia lo trataba como un tesoro. Esa era la diferencia…Debió entenderlo desde aquel parto: el corazón de ese hombre era de piedra, por mucho que intentara ganarse su cariño, nunca lo lograría.Aunque Isa nació primero esa mañana, Enrique decidió que el hijo de Camelia sería el hermano mayor y el heredero de la familia Monroy.Por eso…Todos pensaban que ese era el hijo legítimo de Enrique.E Isa, solo era “la hija ilegítima”.El doctor, de pie detrás de Irene, la vio temblar y preguntó con voz pesada:—¿El papá de la niña no ha venido?Desde que Isabel Monroy ingresó al hospital, jamás se había aparecido su papá.Los ojos de Irene se llenaron de desprecio; su risa fue amarga:—El papá de Isa está en otro país, acompañando a su hijo favorito para festejarle el cumpleaños con su mamá de sangre.Siempre era igual.Y ella, ingenua, crió al hijo de otro durante cuatro años.Dos niños nacidos el mismo día, pero a Isa solo le tocó el olvido.El doctor se quedó callado, mirando a esa mujer tan rota, sin saber cómo consolarla....El primer día tras la muerte de Isa, Irene se encargó de todos los trámites.Para el proceso de cremación en Puerto Arcadia, se requerían las firmas de ambos padres.Irene volvió a la Residencia Bella Vista para recoger las cosas de Isa.De pronto, escuchó un carro llegar abajo.—¡Papá! ¿Cuándo vas a dejar a mamá y casarte con la señorita Duarte? ¡Quiero que sea mi mamá!Enrique se quitó el saco y, mientras se agachaba para pellizcarle la mejilla, le dijo:—Rodri, puedes llamarla mamá si quieres.Irene escuchaba todo desde el piso de arriba, cada palabra le calaba hondo. Sintió el corazón apretarse, cerró los ojos y respiró profundo, tratando de controlar esa oleada de dolor que no la dejaba en paz.—Ve a decirle a tu mamá que te bañe, te pones ropa limpia y luego salimos a recibir a la señorita Duarte.Rodri brincó de alegría, su carita resplandecía.—¡Sí, qué padre!Pero enseguida el brillo se apagó. Bajó la cabeza y murmuró:—Pero… ¿y si mamá se entera? ¿No va a dejarme ir? Odio cuando no me deja comer nada de la calle…Enrique le revolvió el cabello con cariño, dándole seguridad.—Tranquilo, aquí está tu papá. Ella no se va a atrever a decir nada.En ese instante, Enrique alzó la mirada y se cruzó con Irene, que bajaba las escaleras. Él la miró con esa expresión distante, casi como si ni siquiera la reconociera, y apartó la vista sin el menor interés.Rodri corrió hacia Irene, la tomó de la mano y le pidió:—Mamá, báñame. En un rato voy a salir.Irene le retiró la mano con suavidad y, alzando la mirada hacia Enrique, preguntó con voz firme:—¿No crees que te estás olvidando de algo?Enrique la miró por unos segundos, indiferente, como si aquello no le importara en lo absoluto.—¿Qué cosa?Durante años, él había sido así: distante con ella, distante con Isa, siempre manteniéndose al margen. Irene esbozó una mueca amarga, un intento de sonrisa que no era más que resignación.—Claro, ¿cómo ibas a acordarte que Isa y Rodri cumplen años el mismo día?Cada año, Enrique se llevaba a Rodri a celebrar con Camelia, organizando una fiesta con bombo y platillo. Mientras tanto, Isa, año tras año, se quedaba esperando bajo la lluvia, con la esperanza de que su papá regresara a casa, esperanza que nunca se cumplía.—Quiero hablar contigo —dijo Irene, conteniendo el temblor en la voz.Enrique soltó una risa seca.—Hoy no tengo tiempo.—No te va a quitar mucho —insistió Irene—. Solo tienes que firmar dos documentos.Abrió la carpeta y le señaló los lugares donde debía firmar. Enrique, visiblemente fastidiado, firmó sin siquiera leer, como si estar un minuto más ahí fuera una tortura.Le devolvió los papeles con gesto impaciente.—Hoy Rodri y yo vamos a salir, no vamos a regresar. Mañana dile a Isa que pida permiso en la escuela para que Rodri falte medio día.Irene apretó la mandíbula, los nudillos se le pusieron blancos de tanto sostener los papeles. Si él hubiera mirado con un poco de atención, se habría dado cuenta de lo que acababa de firmar: uno era el acuerdo de divorcio, el otro los trámites para la cremación de Isa.Ni siquiera se molestó en revisar. Para él, todo era mero trámite.—Y dile a Isa que no me esté llamando.Irene dejó escapar una risa amarga.Isa ya no volvería a llamarlo.Ella tampoco.Enrique no notó nada extraño en su actitud. Justo en ese momento, Camelia llamó para preguntar cuándo llegarían. Sin bañarse ni cambiarse de ropa, Rodri salió corriendo tras Enrique.—Esta noche que la señorita Duarte me bañe, ¿sí?Enrique lo miró con ternura y le sonrió.—Por supuesto.Irene se quedó parada, mirando cómo se alejaban. El silencio la envolvió cuando la puerta se cerró. Pasaron unos minutos antes de que pudiera moverse.Recogió todas las cosas de la casa que tuvieran relación con ella o Isa. Las fue quemando una por una, dejando que el humo se llevara los recuerdos.Después, se encaminó al crematorio para despedirse de Isa.Cuando tuvo la urna en las manos, las lágrimas empezaron a caer, imposibles de detener.—Isa… espérame, mi niña. Pronto iré contigo…...Mientras tanto, Enrique y Rodri asistían a la bienvenida de Camelia. Los tres, juntos, reían como si fueran la familia perfecta. Todos comentaban lo bien que se veían, lo felices que parecían, y no faltaba quien señalara que Irene solo estaba arruinando la armonía de los Monroy.De pronto, alguien se abrió paso entre la multitud y llegó hasta Enrique.—Presidente Monroy, su esposa y su hija… hoy fue la cremación. Por favor, pase al crematorio a recoger las cenizas.Ni siquiera se le inmutó el gesto. Respondió con voz cortante:—¿Cuántos años tiene ya para seguir con esos celos? ¿Cuándo va a dejar de hacer dramas?—Pero… usted mismo firmó los papeles para la cremación. Y también el acuerdo de divorcio…El corazón de Enrique dio un vuelco. Se le fue el color del rostro.—¿De qué carajos me hablas? ¿Qué acuerdo, qué cremación? ¡Explícate!Colgó el teléfono de golpe y, sin pensarlo, se subió al carro, pisó el acelerador y voló hacia el crematorio.Cuando llegó, solo alcanzó a ver cómo empujaban a su esposa y a su hija hacia el horno. Esa imagen lo desgarró por dentro, como si le arrancaran el alma.Solo alcanzó a dar unos pasos antes de desplomarse al suelo, sin fuerzas, ante la mirada atónita de los empleados del lugar.—¡Pum!—Algo suave y esponjoso cayó al suelo de repente, justo cuando Irene abrió los ojos de golpe.¿Qué estaba pasando? ¿Por qué había despertado?En teoría, no tendría por qué… despertar. Porque ella ya había muerto. Ya la habían despedido, incluso habían esparcido sus cenizas.Pero al bajar la mirada, Irene vio un pastel azul de fondant estrellado en el piso. Y ese lugar… era su casa.Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.¿Qué era esto? ¿Un sueño? ¿La última chispa de conciencia? ¿O sería que esto era lo que una veía después de morir, recuerdos que se arremolinaban? ¿Estaría atrapada en sus propias memorias?Recordó que, en el Día de los Muertos, la gente suele decir: “La verdadera muerte llega cuando ya nadie te recuerda.”¿Sería que Isa, desde el cielo, había visto todo lo que le ocurrió a su mamá? ¿Sería que Isa se entristeció al ver cómo su madre se rendía tan fácilmente? ¿O tal vez Isa no quería que su mamá simplemente la dejara atrás?Irene intentaba darle sentido a todo esto, cuando sus pensamientos se vieron interrumpidos de pronto.—¡Mamá, ya te dije que no quiero que me hagas un pastel de cumpleaños!— protestó un niño, mirándola con fastidio hacia arriba —. ¡Está feo y ni siquiera sabe bien! ¿No entiendes lo que te digo?Era… la voz de Rodrigo.Irene lo miró, sorprendida, y se pellizcó el brazo. El dolor era real. Podía sentirlo.Así que… ¿esto no era un sueño? ¿Tampoco era un recuerdo?Parecía estar en el cumpleaños de Rodri del año pasado. Su cuerpo estaba completo, sentía todo como una persona viva.Rodri seguía quejándose:—¡Quiero el pastel que hace Camelia!—Mamá, a mí sí me gusta el pastel que haces —intervino una niña con voz suave—. Si Rodri no quiere, yo me lo como todo.De pronto, el gesto de Irene cambió. Fue como si el destino marcara el inicio de algo nuevo, tan claro y tan intenso.¿Esa… era la voz de Isabel? ¿Esa era su hija?Irene alzó la mirada de golpe y vio el rostro de una niña pequeña, delgada y tierna. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante.¡Era su hija! ¡Isabel estaba viva!Se agachó y tomó el rostro de Isa entre las manos, sintiendo ese calor tan familiar, esa carita limpia y dulce que conocía de memoria.Irene estaba viva. Su hija también seguía con vida.—¿Mamá, qué te pasa? —preguntó Isa, con curiosidad al ver a su madre tan distraída.Irene no se contuvo y abrazó a Isa con fuerza. No sabía qué estaba pasando, pero solo tenía clara una cosa: debía proteger a Isa.No podía volver a perderla. ¡Jamás!...Isa miró a Rodri:—Hermano, no deberías hablarle así a mamá. ¿No te da miedo que un día deje de hacerte pastel?—Pues ni me importa —respondió Rodri, desdeñoso. Jaló la mano de Camelia—. ¡Yo quiero que Camelia sea mi mamá!—Camelia me hace cosas bien ricas, me lleva a montar caballo y a escalar. Mamá ni siquiera sabe qué es la equitación, qué vergüenza.—A mi papá le gusta Camelia, ¡y a mí también!Enrique frunció el ceño.—¿Qué cosas dices?Camelia, con su chamarra de piel y actitud relajada, soltó una carcajada.Con una mano abrazó a Enrique de los hombros, como si fueran grandes amigos, y con la otra despeinó a Rodri:—Ser la esposa de tu papá no es cualquier cosa, ¿eh? Yo y él somos como uña y mugre.—Y tú, Rodri, ¿no te enseñé que no debes hablarle así a tu mamá? ¿O ya no me haces caso?Rodri hizo un gesto de fastidio y se acercó más a Camelia. Dejó caer en el piso el regalo de cumpleaños que Irene le había dado:—¡Es que mamá solo me regala plumas baratas! Nunca me da juguetes. Camelia sí me regaló un avión de modelo, ¡lo hizo ella misma! Y vuela de verdad. Es mucho más especial que los regalos de mamá.Mi papá dice que Camelia va a diseñar aviones gigantes y que un día voy a viajar en uno de ellos. Suena increíble.No como mamá, que ni sabe nada de nada.Irene miró al niño que había criado como propio, parado junto a Camelia, y no pudo evitar una sonrisa irónica.¿Cómo era que antes no veía todo eso?Rodri era hijo de Camelia. Era lógico que prefiriera estar con ella, aunque él no supiera que ella era su madre biológica.Durante años, Irene lo trató como si fuera suyo, solo para ganarse el cariño de Enrique.Pero para ellos, eso siempre fue lo normal, como si no tuviera mérito.Ya no pensaba seguir aguantando humillaciones ni dejar que Isa sufriera a su lado.Irene se agachó y recogió la pluma del piso. No mostró enojo ni tristeza; solo sonrió con calma:—La señorita Duarte sí que sabe cuidar niños. Entonces, Rodri y Enrique, los dejo en tus manos.Camelia se quedó pasmada. No esperaba esa respuesta: sin gritos, sin ruegos, sin la más mínima sumisión.Solo esa sonrisa serena, como un lago en calma.Al momento, miró a Enrique:—Quique, creo que dije algo que hizo que tu esposa me malinterpretara… Mejor ya no digo nada, se me fue la boca.Enrique la miró con el ceño fruncido, y luego a Irene:—Ya estás grande, deja de comportarte como una niña. No puedes decir cosas así, ¿qué te pasa?Obviamente, la defendía, como siempre, y a Irene le quedaba claro que nunca iba a recibir ni una pizca de consideración.Su mirada hacia él era distante y dura, igual que antes. En público, él siempre protegía a Camelia, sin importarle dejarla mal.Todo porque estaba seguro de que ella nunca se iría de su lado.Pero esta vez… no iba a quedarse, ni por Isa, ni por nadie. Ya no iba a fingir, ni a forzar sonrisas, ni a soportar hasta el final solo para que Isa pudiera celebrar su cumpleaños con su papá.Capítulo 3—Mis condolencias, señorita Casas. Su hija falleció el 15 de febrero a la 1:13 de la madrugada, no pudimos salvarla.Irene Casas apretaba entre sus manos un conejo de peluche, la mirada perdida y sin brillo clavada en la puerta del quirófano.Sus ojos se veían hinchados y agotados; el aviso del doctor rompió el último hilo de esperanza que le quedaba.Ese día, una madre perdió a su hija amada.Ese día, una madre, con el corazón hecho trizas, tuvo que acompañar a su niña en su último viaje.Y ese día, una madre se quedó sin motivos para seguir adelante.Al entrar al cuarto, las lágrimas ya le habían empapado las mejillas, aunque intentó ocultarlo.Se arrodilló al lado de la cama, acariciando el rostro de su hija, acomodándole el cabello con una delicadeza que le partía el alma. Luego, tomó entre las suyas las manitas flacas de su hija. Estaban heladas. No había ni una pizca de calor en ellas.No pudo decir nada, aunque deseaba despedirse. Las palabras se le atoraban en la garganta, como si un nudo gigante se lo impidiera: odio, dolor, cansancio… Todo la aplastaba, dejándola sin aire.Al ver el rostro apacible y débil de Isa, sintió que su corazón moría junto con ella.En su cabeza todavía resonaba la voz débil de su hija, justo antes de ser llevada a la sala de urgencias.—Mamá, ¿no ha llegado el señor?Para Isa, “el señor” era su padre biológico, Enrique Monroy. Él nunca permitió que su hija lo llamara papá, pero sí le daba ese permiso a su hijo favorito.El mayor deseo de cumpleaños de Isabel era pasar ese día con su papá, que le permitiera decirle “papá” al menos una vez. Soñaba con escuchar a su padre llamarla Isa.Por su salud frágil, Isa había enfermado el año pasado tras esperar a Enrique en la puerta bajo el viento helado. Terminó con gripe y luego neumonía, y desde entonces su salud fue en picada.Ese día, otro invierno más, Isa volvió a esperar en secreto a la entrada de la casa para ver si su papá llegaba a cenar.Al final, se desmayó por el frío, y su papá nunca llegó. Cuando Irene la descubrió inconsciente a la entrada de la casa, se asustó tanto que la llevó a toda prisa al hospital.Los médicos entregaron una nota de estado crítico.Irene le rogó a Enrique que regresara para acompañar a su hija en su cumpleaños.Él prometió que iría.Pero volvió a faltar a su palabra.Irene abrazó el cuerpecito de Isa, tan frágil, y le susurró:—Isa, mi cielo… vuela alto, ve al paraíso. Ahí las flores siempre están abiertas. Corta una y póntela detrás de la oreja por mamá, que siempre me han gustado las flores que tú recoges. Isa, allá arriba sal todos los días al sol, come bien, crece fuerte y sana. Y si hay otra vida…Que nunca más sufras por enfermedades, mi niña.Que nunca más te toque un papá tan cruel, ni tengas que sentir ese dolor de anhelar un cariño que nunca te llegó.—Mamá, ¿por qué el señor no me deja decirle papá? Pero mi hermano sí puede…—Mamá, ¿es porque la señorita Duarte quiere a mi hermano y por eso papá lo quiere a él…?Las preguntas inocentes de su hija seguían rondando en su cabeza, una y otra vez.Tan pequeña y ya preguntándose por qué su papá no la quería, por qué no podía llamarlo como su hermano. Solo pensaba que era porque no era tan buena hija, que su hermano era mejor, y por eso no la querían…Seis años atrás, Irene quedó embarazada de Isa tras un accidente, y tuvo que casarse con Enrique.Durante el parto de Isa, ella casi muere por una hemorragia, pero a Enrique no pareció importarle.Él estaba ocupado acompañando a su verdadero amor, Camelia Duarte, en su propio parto. Todo quedaba claro.Camelia le dejó el hijo a Enrique y desapareció del país, sin dejar rastro.Irene, que había querido a Enrique por años, aceptó criar al hijo de Camelia, cuidándolo como si fuera suyo, solo por agradarle a él.Enrique no permitía que Isa lo llamara papá, pero al hijo de Camelia lo trataba como un tesoro. Esa era la diferencia…Debió entenderlo desde aquel parto: el corazón de ese hombre era de piedra, por mucho que intentara ganarse su cariño, nunca lo lograría.Aunque Isa nació primero esa mañana, Enrique decidió que el hijo de Camelia sería el hermano mayor y el heredero de la familia Monroy.Por eso…Todos pensaban que ese era el hijo legítimo de Enrique.E Isa, solo era “la hija ilegítima”.El doctor, de pie detrás de Irene, la vio temblar y preguntó con voz pesada:—¿El papá de la niña no ha venido?Desde que Isabel Monroy ingresó al hospital, jamás se había aparecido su papá.Los ojos de Irene se llenaron de desprecio; su risa fue amarga:—El papá de Isa está en otro país, acompañando a su hijo favorito para festejarle el cumpleaños con su mamá de sangre.Siempre era igual.Y ella, ingenua, crió al hijo de otro durante cuatro años.Dos niños nacidos el mismo día, pero a Isa solo le tocó el olvido.El doctor se quedó callado, mirando a esa mujer tan rota, sin saber cómo consolarla....El primer día tras la muerte de Isa, Irene se encargó de todos los trámites.Para el proceso de cremación en Puerto Arcadia, se requerían las firmas de ambos padres.Irene volvió a la Residencia Bella Vista para recoger las cosas de Isa.De pronto, escuchó un carro llegar abajo.—¡Papá! ¿Cuándo vas a dejar a mamá y casarte con la señorita Duarte? ¡Quiero que sea mi mamá!Enrique se quitó el saco y, mientras se agachaba para pellizcarle la mejilla, le dijo:—Rodri, puedes llamarla mamá si quieres.Irene escuchaba todo desde el piso de arriba, cada palabra le calaba hondo. Sintió el corazón apretarse, cerró los ojos y respiró profundo, tratando de controlar esa oleada de dolor que no la dejaba en paz.—Ve a decirle a tu mamá que te bañe, te pones ropa limpia y luego salimos a recibir a la señorita Duarte.Rodri brincó de alegría, su carita resplandecía.—¡Sí, qué padre!Pero enseguida el brillo se apagó. Bajó la cabeza y murmuró:—Pero… ¿y si mamá se entera? ¿No va a dejarme ir? Odio cuando no me deja comer nada de la calle…Enrique le revolvió el cabello con cariño, dándole seguridad.—Tranquilo, aquí está tu papá. Ella no se va a atrever a decir nada.En ese instante, Enrique alzó la mirada y se cruzó con Irene, que bajaba las escaleras. Él la miró con esa expresión distante, casi como si ni siquiera la reconociera, y apartó la vista sin el menor interés.Rodri corrió hacia Irene, la tomó de la mano y le pidió:—Mamá, báñame. En un rato voy a salir.Irene le retiró la mano con suavidad y, alzando la mirada hacia Enrique, preguntó con voz firme:—¿No crees que te estás olvidando de algo?Enrique la miró por unos segundos, indiferente, como si aquello no le importara en lo absoluto.—¿Qué cosa?Durante años, él había sido así: distante con ella, distante con Isa, siempre manteniéndose al margen. Irene esbozó una mueca amarga, un intento de sonrisa que no era más que resignación.—Claro, ¿cómo ibas a acordarte que Isa y Rodri cumplen años el mismo día?Cada año, Enrique se llevaba a Rodri a celebrar con Camelia, organizando una fiesta con bombo y platillo. Mientras tanto, Isa, año tras año, se quedaba esperando bajo la lluvia, con la esperanza de que su papá regresara a casa, esperanza que nunca se cumplía.—Quiero hablar contigo —dijo Irene, conteniendo el temblor en la voz.Enrique soltó una risa seca.—Hoy no tengo tiempo.—No te va a quitar mucho —insistió Irene—. Solo tienes que firmar dos documentos.Abrió la carpeta y le señaló los lugares donde debía firmar. Enrique, visiblemente fastidiado, firmó sin siquiera leer, como si estar un minuto más ahí fuera una tortura.Le devolvió los papeles con gesto impaciente.—Hoy Rodri y yo vamos a salir, no vamos a regresar. Mañana dile a Isa que pida permiso en la escuela para que Rodri falte medio día.Irene apretó la mandíbula, los nudillos se le pusieron blancos de tanto sostener los papeles. Si él hubiera mirado con un poco de atención, se habría dado cuenta de lo que acababa de firmar: uno era el acuerdo de divorcio, el otro los trámites para la cremación de Isa.Ni siquiera se molestó en revisar. Para él, todo era mero trámite.—Y dile a Isa que no me esté llamando.Irene dejó escapar una risa amarga.Isa ya no volvería a llamarlo.Ella tampoco.Enrique no notó nada extraño en su actitud. Justo en ese momento, Camelia llamó para preguntar cuándo llegarían. Sin bañarse ni cambiarse de ropa, Rodri salió corriendo tras Enrique.—Esta noche que la señorita Duarte me bañe, ¿sí?Enrique lo miró con ternura y le sonrió.—Por supuesto.Irene se quedó parada, mirando cómo se alejaban. El silencio la envolvió cuando la puerta se cerró. Pasaron unos minutos antes de que pudiera moverse.Recogió todas las cosas de la casa que tuvieran relación con ella o Isa. Las fue quemando una por una, dejando que el humo se llevara los recuerdos.Después, se encaminó al crematorio para despedirse de Isa.Cuando tuvo la urna en las manos, las lágrimas empezaron a caer, imposibles de detener.—Isa… espérame, mi niña. Pronto iré contigo…...Mientras tanto, Enrique y Rodri asistían a la bienvenida de Camelia. Los tres, juntos, reían como si fueran la familia perfecta. Todos comentaban lo bien que se veían, lo felices que parecían, y no faltaba quien señalara que Irene solo estaba arruinando la armonía de los Monroy.De pronto, alguien se abrió paso entre la multitud y llegó hasta Enrique.—Presidente Monroy, su esposa y su hija… hoy fue la cremación. Por favor, pase al crematorio a recoger las cenizas.Ni siquiera se le inmutó el gesto. Respondió con voz cortante:—¿Cuántos años tiene ya para seguir con esos celos? ¿Cuándo va a dejar de hacer dramas?—Pero… usted mismo firmó los papeles para la cremación. Y también el acuerdo de divorcio…El corazón de Enrique dio un vuelco. Se le fue el color del rostro.—¿De qué carajos me hablas? ¿Qué acuerdo, qué cremación? ¡Explícate!Colgó el teléfono de golpe y, sin pensarlo, se subió al carro, pisó el acelerador y voló hacia el crematorio.Cuando llegó, solo alcanzó a ver cómo empujaban a su esposa y a su hija hacia el horno. Esa imagen lo desgarró por dentro, como si le arrancaran el alma.Solo alcanzó a dar unos pasos antes de desplomarse al suelo, sin fuerzas, ante la mirada atónita de los empleados del lugar.—¡Pum!—Algo suave y esponjoso cayó al suelo de repente, justo cuando Irene abrió los ojos de golpe.¿Qué estaba pasando? ¿Por qué había despertado?En teoría, no tendría por qué… despertar. Porque ella ya había muerto. Ya la habían despedido, incluso habían esparcido sus cenizas.Pero al bajar la mirada, Irene vio un pastel azul de fondant estrellado en el piso. Y ese lugar… era su casa.Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.¿Qué era esto? ¿Un sueño? ¿La última chispa de conciencia? ¿O sería que esto era lo que una veía después de morir, recuerdos que se arremolinaban? ¿Estaría atrapada en sus propias memorias?Recordó que, en el Día de los Muertos, la gente suele decir: “La verdadera muerte llega cuando ya nadie te recuerda.”¿Sería que Isa, desde el cielo, había visto todo lo que le ocurrió a su mamá? ¿Sería que Isa se entristeció al ver cómo su madre se rendía tan fácilmente? ¿O tal vez Isa no quería que su mamá simplemente la dejara atrás?Irene intentaba darle sentido a todo esto, cuando sus pensamientos se vieron interrumpidos de pronto.—¡Mamá, ya te dije que no quiero que me hagas un pastel de cumpleaños!— protestó un niño, mirándola con fastidio hacia arriba —. ¡Está feo y ni siquiera sabe bien! ¿No entiendes lo que te digo?Era… la voz de Rodrigo.Irene lo miró, sorprendida, y se pellizcó el brazo. El dolor era real. Podía sentirlo.Así que… ¿esto no era un sueño? ¿Tampoco era un recuerdo?Parecía estar en el cumpleaños de Rodri del año pasado. Su cuerpo estaba completo, sentía todo como una persona viva.Rodri seguía quejándose:—¡Quiero el pastel que hace Camelia!—Mamá, a mí sí me gusta el pastel que haces —intervino una niña con voz suave—. Si Rodri no quiere, yo me lo como todo.De pronto, el gesto de Irene cambió. Fue como si el destino marcara el inicio de algo nuevo, tan claro y tan intenso.¿Esa… era la voz de Isabel? ¿Esa era su hija?Irene alzó la mirada de golpe y vio el rostro de una niña pequeña, delgada y tierna. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante.¡Era su hija! ¡Isabel estaba viva!Se agachó y tomó el rostro de Isa entre las manos, sintiendo ese calor tan familiar, esa carita limpia y dulce que conocía de memoria.Irene estaba viva. Su hija también seguía con vida.—¿Mamá, qué te pasa? —preguntó Isa, con curiosidad al ver a su madre tan distraída.Irene no se contuvo y abrazó a Isa con fuerza. No sabía qué estaba pasando, pero solo tenía clara una cosa: debía proteger a Isa.No podía volver a perderla. ¡Jamás!...Isa miró a Rodri:—Hermano, no deberías hablarle así a mamá. ¿No te da miedo que un día deje de hacerte pastel?—Pues ni me importa —respondió Rodri, desdeñoso. Jaló la mano de Camelia—. ¡Yo quiero que Camelia sea mi mamá!—Camelia me hace cosas bien ricas, me lleva a montar caballo y a escalar. Mamá ni siquiera sabe qué es la equitación, qué vergüenza.—A mi papá le gusta Camelia, ¡y a mí también!Enrique frunció el ceño.—¿Qué cosas dices?Camelia, con su chamarra de piel y actitud relajada, soltó una carcajada.Con una mano abrazó a Enrique de los hombros, como si fueran grandes amigos, y con la otra despeinó a Rodri:—Ser la esposa de tu papá no es cualquier cosa, ¿eh? Yo y él somos como uña y mugre.—Y tú, Rodri, ¿no te enseñé que no debes hablarle así a tu mamá? ¿O ya no me haces caso?Rodri hizo un gesto de fastidio y se acercó más a Camelia. Dejó caer en el piso el regalo de cumpleaños que Irene le había dado:—¡Es que mamá solo me regala plumas baratas! Nunca me da juguetes. Camelia sí me regaló un avión de modelo, ¡lo hizo ella misma! Y vuela de verdad. Es mucho más especial que los regalos de mamá.Mi papá dice que Camelia va a diseñar aviones gigantes y que un día voy a viajar en uno de ellos. Suena increíble.No como mamá, que ni sabe nada de nada.Irene miró al niño que había criado como propio, parado junto a Camelia, y no pudo evitar una sonrisa irónica.¿Cómo era que antes no veía todo eso?Rodri era hijo de Camelia. Era lógico que prefiriera estar con ella, aunque él no supiera que ella era su madre biológica.Durante años, Irene lo trató como si fuera suyo, solo para ganarse el cariño de Enrique.Pero para ellos, eso siempre fue lo normal, como si no tuviera mérito.Ya no pensaba seguir aguantando humillaciones ni dejar que Isa sufriera a su lado.Irene se agachó y recogió la pluma del piso. No mostró enojo ni tristeza; solo sonrió con calma:—La señorita Duarte sí que sabe cuidar niños. Entonces, Rodri y Enrique, los dejo en tus manos.Camelia se quedó pasmada. No esperaba esa respuesta: sin gritos, sin ruegos, sin la más mínima sumisión.Solo esa sonrisa serena, como un lago en calma.Al momento, miró a Enrique:—Quique, creo que dije algo que hizo que tu esposa me malinterpretara… Mejor ya no digo nada, se me fue la boca.Enrique la miró con el ceño fruncido, y luego a Irene:—Ya estás grande, deja de comportarte como una niña. No puedes decir cosas así, ¿qué te pasa?Obviamente, la defendía, como siempre, y a Irene le quedaba claro que nunca iba a recibir ni una pizca de consideración.Su mirada hacia él era distante y dura, igual que antes. En público, él siempre protegía a Camelia, sin importarle dejarla mal.Todo porque estaba seguro de que ella nunca se iría de su lado.Pero esta vez… no iba a quedarse, ni por Isa, ni por nadie. Ya no iba a fingir, ni a forzar sonrisas, ni a soportar hasta el final solo para que Isa pudiera celebrar su cumpleaños con su papá.

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